A la mañana siguiente se presentó el consejero privado Rummschüttel. Fue recibido por la señora Von Briest, y cuando el doctor vio a Effi lo primero que dijo fue:
-Es clavada a su madre.
La señora Von Briest rechazó la comparación, alegando que más de veinte años eran demasiado tiempo, pero Rummschüttel se reafirmó en su opinión, asegurando que no recordaba todos los rostros, pero que cuando alguno le impresionaba se le quedaba grabado para siempre.
-Y ahora dígame, señora Von Innstetten, ¿qué le pasa? ¿Qué puedo hacer por usted?
-Ay, señor consejero, no sé cómo explicarlo. Ahora mismo no siento nada, es como si hubiera desaparecido. Al principio pensé que sería reúma, pero ahora diría que es una neuralgia, unos dolores que me bajan por toda la espalda y que me impiden incorporarme. Mi padre padece neuralgias, y he visto muchas veces cómo son. Tal vez lo haya heredado de él.
-Es muy probable -contestó Rummschüttel, que ya había tomado el pulso de la enferma y la había examinado discreta pero certeramente-. Muy probable, señora.
Pero lo que pensaba para sus adentros era: «Afección simulada, una actuación en toda regla, una hija de Eva comme il faut». Sin embargo, no dejó entrever nada, y con toda la seriedad que cabría esperar dijo:
-Lo mejor que puedo prescribirle en este caso es reposo y calor. Con esto y una pequeña medicina, por cierto nada desagradable, habrá bastante.
Y se levantó para escribir la receta: «Aqua amygdalarum amararum, media onza; Syrupus florum aurantii, dos onzas».
-Le ruego, querida señora, que tome media cucharadita de esto cada dos horas. Calmará sus nervios. Y me gustaría insistir en otra cosa: nada de esfuerzos, nada de visitas, nada de lectura.
*
Effi, para quien era más importante el aire puro que la belleza del paisaje, evitaba las pequeñas incursiones por el bosque, y generalmente no se apartaba de la ancha avenida que, bordeada primero por olmos centenarios y luego, donde comenzaba la calzada, por álamos, conducía a la estación de ferrocarril. Caminaba durante más o menos una hora. Todo la alegraba, aspiraba con delectación el aroma a colza y trébol que emanaba de los campos, seguía con la mirada el vuelo de las alondras y contaba los pozos y los abrevaderos, desde donde le llegaba el suave tintineo de las esquilas del ganado que se acercaba a beber. Y entonces sentía que debía cerrar los ojos y dejarse arrastrar a un dulce olvido. Cerca de la estación, junto a la calzada, había una apisonadora. En aquel lugar Effi solía sentarse a descansar, y desde allí contemplaba el tráfico ferroviario, el ir y venir de los trenes, y en ocasiones veía dos fumarolas de vapor que durante un momento se solapaban y luego volvían a separarse a derecha e izquierda, hasta desaparecer finalmente detrás del pueblo y del bosquecillo.
Theodor Fontane, Effi Briest (23, 36)
Traducción de F. de Ocampo, revisada por José Serra
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