LA GRUTA AZUL
–¿Qué ha sido del parmesano? –preguntó Cortile– ¿Murió, asaltaron su buhardilla?
–De repente, obtuvo un empleo en un taller clandestino –respondió la joven–. Allá sigue, doce horas al día... Y lo curioso es que en esa buhardilla no puede uno ponerse en pie, ni dar tres pasos. Vieron el mapa azul nada más entrar... -la joven cruzó las piernas-. Lo tenía de póster, cubriendo una pared desmochada.
–Muy útil –dijo la señora Mattone, y tomó un trago de Montaigne.
–Rasgué el yeso, y encontré esto detrás.
Cortile sacó del escritorio el mapa rojo que pertenecía al señor Cavalli, puso encima el verde que le había entregado la joven y su rostro resplandeció. Las dos mujeres le observaban, expectantes.
–Una isla... Capri...
–Es curioso –dijo la joven–, parece el perfil de un hombre. En la garganta se abre una bahía, como si hubiese sido degollado.
La señora Mattone sirvió otra ronda. Luego se apresuró a dejar el Montaigne en la biblioteca. Era una lástima que se acabase.
–Conocen el lugar exacto –dijo Cortile–, y nosotros conocemos la isla. Señora Mattone, hay que apresurarse...
–¿Me van a dejar aquí sola? –exclamó la joven, con una imperceptible mirada hacia la chimenea.
–Esto es mucho mejor, Chloé –respondió Cortile–. ¿O prefiere volver a enseñar su idioma a los chicos del East Side?
Y, saliendo detrás de la señora Mattone, cerró la puerta.
Apenas Chloé se había tocado el pelo y estirado la falda, el señor Cavalli, apoyado en la chimenea, se volvió y la miró con ojillos inquisidores. Ella abrió un libro y se puso a leer. Aquel hombre la desconcertaba; y su levita, su reloj de cadena y sus patillas rojas resultaban igual de inquietantes.
Cuando Cortile regresó, unas horas más tarde, halló a Chloé como la había dejado, tal vez un poco sonrojada, no sabía si indefensa o furiosa.
–¿Ya se fue?
–Eso es lo peor. Que, de pronto, ante tus narices, sin que te des cuenta, desaparece.
–No se lo tome a pecho, Chloé.
–¿Quiere decirme de una vez quién es ese individuo? ¿De dónde sale? ¿Adónde va?
–Ese individuo... es nuestro cliente. Créame que tampoco yo sé mucho más. Sin embargo, era mejor ocultárselo. La señora Mattone pierde facultades, cada día está más gruñona...
–Ahora no me interesa la señora Mattone. ¿Por qué se viste así? ¿Por qué a veces mira con esa endiablada mirada? Y otras parece que tuviera los ojos llenos de barcos...
–¿Cómo lo ha sabido?... Está bien, no se inquiete. Verá, señorita Chloé, cuando hace unos meses decidí abandonar la profesión de detective, sin saber que iba a enfrentarme al más difícil de mis casos, traspasé la oficina a unos inversores del Este. Quizá haya oído hablar del restaurante Mahabarata.
–¡Por supuesto! Y de la tienda de ropa que hubo después.
–Es verdad, ya ha tenido tres traspasos. Tras la tienda, han montado un locutorio.
–¡Chert! Solía telefonear allí.
–Bien, dejé la oficina y alquilé este caserón a un pariente lejano. Todavía no sé cómo la señora Mattone me convenció para instalarse conmigo. Ustedes... ella insistía... un piso juntos... y aseguraba que se dedicaría a escribir mis mejores casos...
–¿Quiere decir que la pobre le dio lástima?
–Eso es. En realidad, vivimos muy alegremente...
–Entiendo.
–...los dos o tres primeros días. Una mañana, al entrar en el despacho, lo encontré, tal como le ha visto usted siempre. Enfrente, inclinado sobre la chimenea, había un hombre de espaldas, inmóvil. Al principio pensé que se trataba del casero. Le saludé, y entonces advertí algo extraño: toda su ropa y sus cabellos estaban mojados, chorreando, pero no por la lluvia. Estaban completamente empapados, como si aquel hombre viniese del fondo del mar. Acto seguido desapareció, delante de mis ojos, sin darme cuenta. Al día siguiente, nada más entrar, miré hacia la chimenea y no vi rastro de él. “Quizá era una visita de cortesía –pensé, mientras me sentaba al escritorio–. La señora Mattone no tiene por qué enterarse”. Entonces lo atisbé al otro extremo; allí, recostado en la estantería, hojeando un volumen. Lo mejor que puedo decir es que sus ropas estaban más secas... Devolvió el libro a su lugar y me dejó a solas. Entre la cubierta y la hoja de guarda hallé el mapa rojo, las señas de una buhardilla en Hampstead y una fotografía. Va siendo hora de que se la muestre, señorita Chloé... Estaba examinando los documentos cuando apareció la señora Mattone. Antes que dijese nada, advertí que se habían conocido... Pero no se preocupe, de eso hace mucho. Solo tengo la sospecha de que ella ha perdido todo interés en mí.
–Quizá se ha acostumbrado al tabaco de su pipa. Yo lo encuentro delicioso.
–No sabíamos de dónde venía, pero comprendí que la antigua biblioteca le había pertenecido, y que esta debió ser su casa. Averiguamos su nombre, Cavalli, gracias al ex libris: una ensenada, con el lema 'Sulla luce'. Ahora, si no le importa, eche un vistazo a la fotografía.
Chloé tomó la foto y a punto estuvo de rasgarla.
–Pero... salvo el miriñaque... se parece... ¡esta soy yo!
–Y se conserva usted excelentemente, Chloé. Fíjese, es de 1880.
–Ahora entiendo por qué me propuso unas condiciones tan ventajosas.
–Nunca olvidaré la cena en casa de los Oil, cuando usted apareció llevándose a los niños a acostar...
–Y yo que me reía de tanto como miraba...
–Estamos a punto de resolver, no sé cómo, no sé qué enigma. Le ruego que no se vaya.
Se dirigió hacia la puerta y añadió:
–La señora Mattone ha desaparecido. Subió a un taxi en marcha cuando salíamos de Charing Cross, y no he vuelto a verla. Mañana, a mediodía, tomaré el tren de Dover, y de allí ¡a Nápoles!
A la mañana siguiente, Chloé estaba de nuevo enfrascada en su libro, cuando de pronto silbó, lo dejó sobre la mesa y miró hacia arriba. Se subió al escritorio y contempló de cerca las molduras del techo.
Soltó una exclamación. Entonces sintió que le agarraban de los tobillos, pegó un salto que hizo revolotear su falda y, dando un portazo, salió en busca de Cortile. Tenía que alcanzarle antes que tomase el tren...
Pero aquella era una casa que nunca se quedaba vacía. El señor Cavalli se inclinó sobre el libro que ella había dejado abierto. Era un viejo Baedecker del sur de Italia, que había pertenecido a la bisabuela de Chloé. En una ocasión, ella le había dicho: “Nunca te enamores de un italiano, mi pequeña Chloé”. Y Chloé, desde entonces, había tenido dos presentimientos absurdos, contrapuestos y firmes: que nunca vería Italia, y se casaría con un italiano.
El señor Cavalli tomó la guía por donde estaba abierta y leyó:
Sobre el mapa, Capri tiene el perfil oblongo de una moneda gastada. Por mar, ofrece una costa hostil de peñascos calcáreos, con sólo dos entradas: la Gran Marina al norte, y la Pequeña Marina en el sur. El monte Solaro es su pico más alto.
Son célebres las grutas de Capri, como la gruta Bianca, donde en 1902 se descubrió, a treinta metros sobre el nivel del mar, la gruta Meravigliosa, recubierta de impresionantes estalactitas. La gruta Verte, al pie del monte Solaro, que sólo recibe la luz reflejada por el agua, tiene una brillante coloración esmeralda. El mismo fenómeno ocurre en la gruta Azzurra, en la costa norte. Su existencia, que los antiguos conocían, había sido olvidada, hasta que por casualidad la descubrieron unos turistas en el siglo XIX. Sólo se accede a ella por mar y en pequeño bote, cruzando una angosta entrada de un metro de altura que desemboca en un lago de aguas tranquilas. El interior tiene 54 metros de longitud, treinta de anchura y doce de elevación. Allá dentro, una vez que los ojos se han acostumbrado a la penumbra, comienzan a percibirse las paredes de la gruta, el agua y hasta el aire teñidos de un hermoso color azul. Y los objetos del fondo adquieren una blancura de plata. Este fenómeno, que puede admirarse especialmente en un día de sol, entre las once y la una, se debe a que la única luz que penetra en la gruta es la reflejada por el agua del mar...
Cavalli alzó los ojos del libro y, con un gesto de dolor, contempló los labrados del techo. Por encima del cuello almidonado, mostró una herida profunda, exangüe, a la altura de la nuez. En el centro, rodeado de espigas, resplandecía un sol que semejaba el relieve de un monte. Entrelazándose, rastrojos de vid y ramos de olivo se prolongaban hasta las esquinas, donde estaba tallada la anfractuosidad de las piedras, los recovecos abiertos por el oleaje y el color abigarrado de cuatro grutas diferentes. En una de ellas yacía el anillo y el cuerpo degollado del señor Cavalli.
0 comentarios:
Publicar un comentario