24 noviembre 2014

LISPETH


¡El amor desterrasteis! ¿A qué dioses
Me ordenáis complacer?
¿A quien es tres y uno, uno y tres?
¡No! Con mis dioses vuelvo.
Tal vez me den más consuelo que vuestro
Cristo frío y enredosas trinidades.
 La conversa

Era la hija de Sonoo, un montañés del Himalaya, y de Jadéh, su esposa. Un año su maíz se malogró, y dos osos pasaron la noche en la única tierra de adormideras que tenían, sobre el valle del Sutlej, en el lado de Kotgarh; de modo que, la estación siguiente, se hicieron cristianos, y llevaron su criatura a la Misión para que fuese bautizada. El capellán de Kotgarh la cristianó como Elizabeth, y ‘Lispeth’ es la pronunciación montañesa o pahari.

Más tarde, el cólera entró en el valle de Kotgarh y se llevó a Sonoo y Jadéh, y Lispeth quedó, mitad sirviente, mitad acompañante, junto a la esposa del entonces capellán de Kotgarh. Esto sucedía tras el predominio de los misioneros moravos en aquel lugar, pero antes de que Kotgarh olvidase del todo su título de ‘Señora de las Montañas del Norte’.

Si el cristianismo mejoró a Lispeth, o si los dioses de su gente hubieran hecho lo mismo por ella en cualquier circunstancia, es algo que no sé; pero creció muy hermosa. Cuando una muchacha de la montaña crece hermosa, vale la pena recorrer cincuenta millas de mal terreno para juzgarla. Lispeth tenía un rostro griego; uno de esos rostros que se pintan a menudo, y se ven muy raras veces. Era de tez pálida, marfileña, y, para su raza, alta en extremo. Además, poseía unos ojos que eran maravilla; y, de no haber llevado las abominables ropas estampadas de que gustan las misiones, la hubierais creído, hallándola inesperadamente en la ladera, la originaria Diana de los romanos que salía de caza.

Lispeth se entregó al cristianismo de buena voluntad, y no lo abandonó al convertirse en mujer, como hacen algunas muchachas de la montaña. Su gente la odiaba porque, decían, se había vuelto una mujer blanca y se lavaba a diario; y la esposa del capellán no sabía qué hacer con ella. No se le puede pedir a una diosa imponente, de cinco pies y diez pulgadas en zapatos, que friegue la cocina y la vajilla. Jugaba con los hijos del capellán y recibía clases en la escuela dominical, y leía todos los libros que había en la casa, y se hacía cada vez más y más hermosa, como las princesas en los cuentos de hadas. La esposa del capellán comentó que la chica debería entrar a servir en Simla de niñera o algo ‘elegante’. Pero Lispeth no quería entrar a servir. Era muy dichosa donde estaba.

Cuando algunos viajeros –no había muchos en aquellos años– llegaban a Kotgarh, Lispeth solía encerrarse en su habitación por miedo de que la llevasen a Simla, o la sacaran al mundo desconocido.

Un día, pocos meses después de cumplir diecisiete años, Lispeth salió a dar un paseo. No paseaba como las damas inglesas: milla y media de camino, y vuelta en carruaje. Cubría entre veinte y treinta millas en sus pequeñas expediciones, yendo de acá para allá, entre Kotgarh y Narkunda. Esa vez regresó de noche cerrada, descendiendo por el escarpado declive que conducía a Kotgarh con algo pesado en los brazos. La esposa del capellán dormitaba en el salón cuando Lispeth entró jadeante y exhausta con su carga. Lispeth la puso en el sofá y dijo sencillamente:


–Este es mi esposo. Lo encontré en el camino de Bagi. Se ha lastimado. Cuidaremos de él, y cuando esté bien tu esposo le casará conmigo.

Esa era la primera mención que Lispeth había hecho nunca de sus expectativas matrimoniales, y la esposa del capellán chilló horrorizada. Sin embargo, primero había que atender al hombre del sofá. Era un joven inglés, y se había hecho un corte en la cabeza hasta el hueso con algo mellado. Lispeth dijo que lo había encontrado ladera abajo, y lo había traído. El joven respiraba de modo extraño y estaba inconsciente.

El capellán, que sabía algo de medicina, le trasladó a una cama y le asistió; y Lispeth aguardó tras la puerta por si su ayuda era necesaria. Explicó al capellán que ese era el hombre con quien pensaba casarse; y el capellán y su esposa reprendieron a Lispeth severamente por lo indecoroso de su conducta. Lispeth escuchó sin alterarse, y repitió su propuesta inicial. Se precisa una buena dosis de cristianismo para borrar algunos instintos salvajes del Este, tales como enamorarse a primera vista. Lispeth, que había encontrado el hombre a quien veneraba, no comprendía por qué debía callar su elección. Tampoco tenía intención de que la alejasen. Cuidaría del inglés hasta que estuviera lo bastante bien para casarse con ella. Ese era su programa.

Pasada una quincena de ligera fiebre e inflamación, el inglés recobró el sentido y agradeció al capellán y a su esposa, y a Lispeth –especialmente a Lispeth– sus atenciones. Andaba de viajero por el Este, dijo –nunca se hablaba de ‘trotamundos’ en aquellos días, cuando la flota de P. & O. era reciente y escasa–, y había llegado desde Dehra Dun a los montes de Simla en busca de plantas y mariposas. Nadie en Simla, por tanto, le conocía. Imaginaba que debía haber caído precipicio abajo mientras trataba de alcanzar un helecho sobre el tronco podrido de un árbol, y que sus culis habían robado su equipaje y huido. Pensaba regresar a Simla cuando se hallase con algo de fuerzas. No deseaba más montañismo.

Se dio poca prisa en marchar, y recobró el vigor lentamente. Lispeth rehusó los consejos, ya viniesen del capellán o de su esposa; de modo que esta se dirigió al inglés, y le explicó cómo andaban las cosas en el corazón de Lispeth. Él se rió bastante, y dijo que aquello era muy bonito y romántico, pero que, estando prometido a una chica en Casa, imaginaba que nada ocurriría. Desde luego, se comportaría con discreción. Así lo hizo. Le resultaba incluso muy agradable hablar a Lispeth, y pasear con Lispeth, y decirle cosas amables, y llamarla con nombres cariñosos mientras recobraba el vigor suficiente para marcharse. Aquello no significaba nada en absoluto para él, y era todo en este mundo para Lispeth. Fue muy dichosa mientras la quincena duró, porque había encontrado un hombre al que amar.

Salvaje de nacimiento, no se molestaba en ocultar lo que sentía, y el inglés lo encontraba divertido. Cuando hubo de marcharse, Lispeth le acompañó monte arriba hasta Narkunda, llena de agitación y desdicha. La esposa del capellán, como buena cristiana, y sintiendo aversión por todo lo que adoptase forma de lío o de escándalo –Lispeth se hallaba enteramente fuera de su gobierno–, había encomendado al inglés que dijera a Lispeth que volvería para casarse con ella.

–No es más que una niña, usted lo sabe, y temo que en su corazón una pagana –dijo la esposa del capellán.

Así que durante las doce millas de ascensión al monte, el inglés, con el brazo en la cintura de Lispeth, iba asegurando a la muchacha que volvería y se casaría con ella; y Lispeth se lo hacía prometer una y otra vez. Lloró en la estribación de Narkunda hasta que él se perdió de vista a lo largo de la senda de Muttiani.

Entonces secó sus lágrimas y volvió a Kotgarh, y dijo a la esposa del capellán:

–Regresará y se casará conmigo. Ha ido con su gente para anunciárselo.

Y la esposa del capellán apaciguó a Lispeth y dijo:

–Regresará.

Al cabo de dos meses Lispeth empezó a impacientarse, y le explicaron que el inglés debía surcar los mares hasta Inglaterra. Ella sabía dónde estaba Inglaterra, porque había leído pequeñas cartillas de geografía; pero, claro está, no tenía el menor concepto de la naturaleza del mar, siendo una muchacha de la montaña. Había en casa un viejo mapamundi en forma de puzzle. Lispeth había jugado con él cuando era niña. Lo desenterró de nuevo, y por las noches lo componía, y lloraba para sí, y trataba de imaginar dónde estaría su inglés. Como no tenía nociones de distancia ni de barcos de vapor, sus ideas eran algo descabelladas. Lo mismo le hubiera valido, de haber estado en lo cierto; porque el inglés no tenía intención de regresar para casarse con una muchacha de la montaña. Había olvidado todo lo que a ella concernía para el tiempo en que cazaba mariposas en Assam. Más tarde escribió un libro acerca del Este. El nombre de Lispeth no aparecía en él.

Al cabo de tres meses Lispeth iba en peregrinación diaria a Narkunda, por ver si su inglés surgía a lo largo del camino. Eso la consolaba, y la esposa del capellán, hallándola más feliz, creyó que iba superando su ‘bárbara y de lo más indiscreta locura’. Poco después los paseos dejaron de servirle a Lispeth, y su humor se agrió. La esposa del capellán creyó que aquel era un momento ventajoso para hacerle saber el verdadero estado del asunto: que el inglés sólo le había prometido su amor con el fin de apaciguarla, que jamás había pretendido nada, y que era erróneo e indecoroso por parte de Lispeth pensar en casarse con un inglés, que era de arcilla superior, aparte de estar prometido a una chica de su gente. Lispeth dijo que nada de aquello era posible, porque él había dicho que la amaba, y la esposa del capellán, con sus propios labios, había declarado que el inglés regresaría.

–¿Cómo puede ser falso lo que él y tú dijisteis? –preguntó Lispeth.

–Lo dijimos como una excusa para tenerte tranquila, niña –dijo la esposa del capellán.

–Entonces, ¿me habéis mentido –dijo Lispeth–, tú y él?

La esposa del capellán asintió con la cabeza y no dijo nada. Lispeth guardó silencio también un instante; después se encaminó valle abajo, y regresó vestida como una muchacha de la montaña, infamemente harapienta, pero sin el tachón en la nariz ni pendientes. Se había trenzado el cabello en la larga coleta, con ayuda de hilo negro, que llevan las mujeres de la montaña.

–Vuelvo con mi gente –dijo–. Habéis matado a Lispeth. Sólo queda la hija de la vieja Jadéh... la hija de un pahari y la sirviente de Tarka Devi. Sois unos mentirosos, todos vosotros, ingleses.

Para cuando la esposa del capellán se hubo recobrado del sobresalto que le produjo la noticia de que Lispeth volvía con los dioses de su madre, la muchacha había desaparecido; y nunca regresó.

Se entregó con fiereza a su desastrada gente, como para compensar los atrasos de la existencia que había dejado de lado; y, poco después, se casó con un leñador que la pegaba como es costumbre en los paharis, y su belleza se desvaneció pronto.

–No existe ley que pueda explicar las extravagancias de los paganos –dijo la esposa del capellán–, y creo que Lispeth fue siempre en su corazón una infiel.

Teniendo en cuenta que había sido acogida en la Iglesia de Inglaterra a la avanzada edad de cinco semanas, esta declaración no honra a la esposa del capellán.

Lispeth era ya muy anciana cuando murió. Conservó siempre un perfecto dominio del inglés, y si había bebido lo bastante era posible a veces persuadirla para que narrase la historia de su primer amor.

Resultaba entonces difícil imaginar que aquella criatura legañosa, arrugada, semejante a un jirón de trapo carbonizado, hubiese sido alguna vez ‘Lispeth de la Misión de Kotgarh’.

Rudyard Kipling, 'Lispeth', Plain Tales from the Hills
Traducción de Alan

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