Autorretrato, dibujo de A. S. Pushkin
XXXI
Delante tengo su carta;
la guardo sagradamente,
con secreta angustia leo
y no puedo abandonarla.
¿De quién tomó la ternura,
el afecto descuidado?
¿De quién tomó el dulce absurdo,
el hablar irreflexivo,
atrayente, pernicioso?
No lo puedo comprender.
He aquí una traducción
incompleta, deficiente,
una imagen de lo vivo,
un Freïschütz interpretado
por tímidas estudiantes.
Oneguin con Pushkin a orillas del Nevá, dibujo de A. S. Pushkin
Carta de Tatiana a Oneguin
Le escribo a usted, ¿qué más quiere?
¿Qué más resta por decir?
Sé que ahora puede usted
dañarme con su desprecio.
Pero siquiera si guarda
hacia mi triste destino
un poco de compasión,
le ruego: no me abandone.
Primero quise callar.
Créame: de mi vergüenza
nunca hubiera usted sabido,
si tuviese la esperanza
de encontrarle en nuestra aldea,
siquiera de tarde en tarde,
solo una vez por semana.
Nada más oír su voz,
decirle solo una frase,
y luego pensar, pensar
día y noche sobre aquello,
hasta volver a encontrarnos.
Pero dicen que es usted
insociable, y en la aldea,
entre nosotros, se aburre.
Nada nos hace brillar,
aunque en nuestra sencillez
nos alegra verle aquí.
¿Por qué llegó a visitarnos?
En este olvidado sitio
no le hubiera conocido
a usted, ni al dolor amargo.
La turbación de mi alma
inexperta (¿quién lo sabe?)
quizá llegara a calmarse.
Encontraría un amigo,
sería una esposa fiel
y una madre virtuosa.
¡Otro! ¡A nadie en el mundo
le entregaré el corazón!
Lo juzgó el alto consejo...
Lo quiere el cielo, soy tuya.
He sabido desde siempre
que tendría que encontrarte.
Por Dios me fuiste enviado,
lo sé, para que me guardes
hasta la tumba. Ya en sueños
te habías aparecido;
sin cuerpo aún, me atraías.
Tu encantadora mirada
me hacía languidecer.
Tu voz resonó en mi alma
ya entonces... ¡no era ilusión!
Llegaste apenas, lo supe;
entusiasmada, febril,
me dije entre mí: ¡es él!
¿Verdad? ¿No eras tú el que hablaba
calladamente conmigo
cuando ayudaba a los pobres,
cuando calmaba rezando
la tristeza de mi alma?
En ese preciso instante,
amada visión, ¿no surgías
de la noche transparente
y en silencio te inclinabas
sobre el borde de mi lecho?
Con pasión y con amor,
¿no susurrabas entonces
una palabra de ánimo?
Seas ángel de la guarda
o demonio malicioso,
acaba con esta duda.
Quizás esto no sea nada,
¡engaños de alma inexperta!
Y otra cosa se ha dispuesto...
¡Sea lo que haya de ser!
En ti confío mi suerte,
ante ti vierto mis lágrimas,
te ruego que me protejas...
Date cuenta: vivo sola,
aquí nadie me comprende,
mi razón está agotada
y he de morir en silencio.
Te aguardo: con solo una
mirada esperanzadora
da vida a mi corazón,
o deshaz el duro sueño
¡ay, con un justo reproche!
¡Concluyo! Temo releer...
Miedo y vergüenza me frenan...
Pero confiada en su honor,
resuelta a usted me encomiendo...
XXXII
Tatiana suspira y gime.
La carta tiembla en su mano,
la rosada oblea seca
en su lengua enfebrecida.
Ha inclinado la cabeza:
cae el ligero camisón
de su hombro delicioso.
Se extingue el rayo de luna,
la niebla abandona el valle.
Allí platea el torrente,
allí el pastor con su flauta
despierta a los campesinos.
Es de día: hace tiempo
que todos se han levantado.
Mi Tatiana sigue igual.
XXXIII
No advierte que ha amanecido.
Con la cabeza inclinada
se sienta, y en la misiva
no imprime el tallado sello.
Mas ya entrando silenciosa
la encanecida Filípievna
trae el té en una bandeja.
-Es hora, hija, levanta.
¡Amor, si ya estás dispuesta!
Anoche, ¡cuánto temía!
¡Gracias a Dios ya estás bien!
De la congoja nocturna
no queda huella. Tu rostro
parece el de una amapola.
ALEXANDR S. PUSHKIN
Yevgueni Oneguin, capítulo tres
Traducción de Alan
Duelo entre Oneguin y Lensky, ilustración de Iliá Repin
0 comentarios:
Publicar un comentario