05 septiembre 2015

EÇA DE QUEIROZ


Porque Dios hace cada día más visible y accesible el cielo


«¿Cómo es [que] yace aquí Percival? Aún hace un año, era un espejo de caballería, y de santas fatigas; yo lo encontré, adormecido al borde de un regato, y su caballo pastaba al lado, y tenía las espuelas de oro». Y el monje me miró como quien escucha una lengua extranjera. Y dijo: «De la historia de este convento sé que veinte [años] vivió aquí Percival, y que hace veinte sus restos yacen bajo esa tumba». Un terror heló mi espíritu. Y todo el recuerdo de Camelot, y de los pazos de Arturo, y de los torneos de las joyas, vinieron a mi alma. Vino una saudade de mi bravo hermano Percival, cuando caminábamos por la senda florida de Chalott, y los segadores nos saludaban y hablábamos de guerras alegres; y unos celos me vinieron de mi bravo hermano Percival, que, ahora, con un vestido de lino blanco, vivía en el cielo, viendo el rostro de Jesús, y la florescencia de los lirios eternos.

'Sir Galahad'
Traducción de María Tecla Portela Carreiro




Un jefe negro, llamado Lubenga, quería, en vísperas de entrar en guerra con un jefe vecino, comunicarse con su dios, con su Mulungu (que era, como siempre, un abuelo suyo divinizado). Pero el recado o petición que quería mandar a su divinidad, no se podía transmitir a través de los hechiceros y de su ceremonial, tan graves y confidenciales eran los temas que contenía... ¿Qué hace Lubenga? Pide un esclavo, le da el recado, pausadamente, lentamente, al oído; comprueba que el esclavo lo ha comprendido todo y lo ha retenido todo; e inmediatamente coge un machete, corta la cabeza al esclavo, y grita tranquilamente: «¡Parte!». El alma del esclavo allá va, como una carta lacrada y sellada, directa al cielo, al Mulungu. Pero poco después el jefe se da una palmada afligida en la frente, llama a toda prisa a otro esclavo, le dice al oído unas rápidas palabras, agarra el machete, le corta la cabeza y grita: «¡Ve!».

Se le había olvidado algún detalle en su petición al Mulungu... El segundo esclavo era una posdata...

Esa manera sencilla de comunicarse con Dios debe regocijar su corazón, del que es amigo,

                                                                                                                             Fradique

A correspondéncia de Fradique Mendes
Traducción de Elena Losada




Una noche, hace años, había comenzado a leer, en uno de esos infolios vetustos, un capítulo titulado «Brecha de las Almas»; e iba cayendo en una somnolencia grata, cuando este periodo singular se me destacó del tono neutro y apagado de la página, con el relieve de una medalla de oro nueva brillando sobre un tapete oscuro. Copio textualmente:

«En lo profundo de China existe un mandarín más rico que todos los reyes de que la fábula o la historia cuentan. De él nada conoces, ni su nombre, ni su semblante, ni la seda con que se viste. Para que heredes sus infinitos caudales basta que toques esa campanilla, puesta a tu lado, sobre un libro. Él soltará apenas un suspiro, en aquellos confines de Mongolia. Será entonces un cadáver; y tú verás a tus pies más oro del que puede soñar la ambición de un avaro. Tú que me lees y eres hombre mortal, ¿tocarás tú la campanilla?».

Me detuve, asombrado, delante de la página abierta: aquella interrogación, «hombre mortal, ¿tocarás tú la campanilla?», me parecía jocosa, burlesca, y aun así me perturbaba increíblemente. Quise leer más; pero las líneas huían, ondulando como culebras asustadas, y en el vacío que dejaban, de una lividez de pergamino, allí quedaba, rebrillando en negro, la interpelación extraña: «¿tocarás tú la campanilla?».

Si el volumen hubiera sido una honesta edición Michel-Levy, de cubierta amarilla, yo, que al fin y al cabo no me hallaba perdido en ninguna floresta de balada alemana y podía desde mi balcón ver blanquear a la luz de gas el correaje de la patrulla, habría sencillamente cerrado el libro, y estaba disipada la alucinación nerviosa. Pero aquel sombrío infolio parecía exhalar magia: cada letra adoptaba la inquietante configuración de esos signos de la vieja cábala, que encierran un atributo fatídico; las comas tenían el retorcido petulante de rabos de diablillos, entrevistos en un claro de luna; ¡en el signo de interrogación final veía yo el pavoroso garfio con que el Tentador va prendiendo las almas que se adormecieron sin refugiarse en la inviolable ciudadela de la Oración!... Una influencia sobrenatural, apoderándose de mí, me arrebataba lentamente fuera de la realidad, del raciocinio; y en mi espíritu se fueron formando dos visiones: de un lado un mandarín decrépito, muriendo sin dolor, lejos, en un quiosco chino, a un tilín de campanilla; de otro ¡toda una montaña de oro centelleando a mis pies! Era tan nítido, que veía los ojos oblicuos del viejo personaje empañarse, como cubiertos de una tenue capa de polvo; y sentía el fino tintinar de libras rodando juntas. E inmóvil, espeluznado, clavaba los ojos ardientes sobre la campanilla, posada apaciblemente delante de mí sobre un diccionario francés: la campanilla prevista, citada en el mirífico infolio...

Fue entonces cuando, al otro lado de la mesa, una voz insinuante y metálica me dijo, en el silencio:

-Vamos, Teodoro, amigo, extienda la mano, toque la campanilla, ¡sea un fuerte!

El abat-jour verde de la vela ponía una penumbra en derredor. Lo levanté, temblando. Y descubrí, muy pacíficamente sentado, a un individuo corpulento, todo vestido de negro, con chistera, las manos calzadas de guantes oscuros gravemente apoyadas en el puño de un paraguas. No tenía nada de fantástico. Parecía tan contemporáneo, tan corriente, tan clase media como si viniese de mi departamento...

Toda su originalidad estaba en el rostro, afeitado, de líneas fuertes y duras: la nariz brusca, de un aquilino imponente, presentaba la expresión rapaz y amenazadora de un pico de águila; el corte de los labios, muy firme, le hacía como una boca de bronce; los ojos, al clavarse, semejaban dos destellos de disparo, partiendo súbitamente de entre las zarzas tenebrosas de las cejas unidas. Era lívido; pero aquí y allá, por la piel, le corrían radiaciones sanguíneas como en un viejo mármol fenicio.

Me vino de repente la idea de que tenía al Diablo delante; pero luego todo mi raciocinio se alzó resueltamente contra esta fantasía. Yo nunca he creído en el Diablo, como nunca he creído en Dios.

O Mandarim
Traducción de Alan

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