09 febrero 2019

LA TOALLA CON EL GALLO ROJO
MIJAÍL BULGÁKOV


Antes de dedicarse a escribir, Mijaíl Bulgákov había ejercido como médico en la provincia de Smolensk. Uno de sus primeros libros, Apuntes de un joven médico (Zapiski yúnovo vrachá), reúne los relatos que escribió sobre esta experiencia, llenos de lucidez, humor y coraje.

Bulgákov irrumpió en las letras rusas en los años veinte, con La Guardia Blanca (Bélaya Gvardia) y Novela teatral (Teatralny román). Escribió además la narración biográfica Molière, la comedia Iván Vasílievich -no publicada hasta 1965- y las divertidas sátiras Corazón de perro (Sobache serdtse) y Los huevos fatales (Rokovye yáitsa). Corrió la suerte de Platónov, y no la de Mandelshtam y muchos otros, en buena parte gracias al valor que demostró en su carta a Stalin. Tras décadas de ostracismo, años después de muerto, el milagro se produjo con la recuperación de El maestro y Margarita (Máster i Margarita), milagro que curiosamente encierran las páginas de ese libro.

Los Apuntes de un joven médico se inician con la llegada del narrador, aterido y cansado, a su destino en el hospital de Múrievo. El personal que lo recibe se sorprende de su extrema juventud: parece un estudiante, no un médico. Le muestran la sala de operaciones, el instrumental y la selecta biblioteca del desconocido doctor que le precedió. Todo es un enigma para él. Comienza a sentir malestar, y luego auténtico miedo, a causa de su inexperiencia. ¿Por qué le mandaron allí, como único responsable? Pronto tendrá que hacer frente a un caso de hernia estrangulada, o a un parto difícil. Se considera un impostor y se compara con el falso Dmitri.

Durante dos horas de soledad me martiricé, y lo hice hasta tal punto que mis nervios ya no podían soportar los miedos que yo mismo había creado. Entonces comencé a tranquilizarme e incluso a hacer algunos planes.

Al poco un hombre aterrado se presenta ante él y le pide que salve a su hija. Se ha herido gravemente con la agramadera del lino, tiene una pierna destrozada. El joven médico entra en la sala de operaciones y ve a la muchacha.

En su pálido rostro se apagaba, inmóvil como si fuera de yeso, una belleza poco común. No siempre, no, no es frecuente encontrar un rostro como aquel.

Los enfermeros le sugieren que no haga nada, ni le haga sufrir a ella. Ha venido todo el camino desangrándose y pronto morirá. Él ordena que le inyecten alcanfor, y la muchacha se aferra a la vida.

Todo se aclaraba en mi cerebro y de pronto, sin ningún manual, ni consejos, ni ayuda, comprendí -la convicción de que había comprendido era férrea- que, por primera vez en mi vida, tendría que realizar una amputación a una persona moribunda.

[...] Tomé el bisturí tratando de imitar (una vez en mi vida, en la universidad, había visto una amputación) a alguien...

[...] En mi favor trabajaba sólo mi sentido común, aguijoneado por lo inusitado de la situación."

Tras cortar, comencé, con una sierra de dientes pequeños, a aserrar el redondo hueso.

‘¿Por qué no muere?... Es sorprendente... ¡Oh, cuánta vitalidad tiene el ser humano!’


Después de amputada una pierna, y enyesada la otra, recibe las felicitaciones de los enfermeros y se retira por fin a su cuarto.

Un rostro pálido se reflejaba en un cristal profundamente negro.

‘No, no me parezco al falso Dmitri; yo... en cierta forma he envejecido... Tengo una arruga en el entrecejo... No tardarán en llamar... Me dirán: Ha muerto...’


Dos meses y medio más tarde llamaron. Entró el padre.

Luego un rumor... Saltando con ayuda de dos muletas, entró una muchacha de encantadora belleza; tenía una sola pierna y llevaba una falda muy amplia, con un borde rojo cosido en la parte inferior.

La muchacha me miró y sus mejillas se cubrieron de un tinte rojizo.

–En Moscú... en Moscú... –Me puse a escribir una dirección–. Allí en Moscú le harán una prótesis, una pierna artificial.

–Bésale la mano –dijo inesperadamente el padre.

Yo me sentí hasta tal punto confundido que en lugar de los labios le besé la nariz.

Entonces ella, apoyada en las muletas, desenrolló un paquetito de donde salió una pequeña toalla, blanca como la nieve, con un sencillo gallo rojo bordado. ¡Así que era eso lo que escondía bajo la almohada cada vez que la visitaba! Recordé que había visto hilos bajo su mesita.

–No lo aceptaré –dije severamente, e incluso moví la cabeza. Pero sus ojos y su rostro adoptaron tal expresión que la acepté.

Durante muchos años esa toalla estuvo colgada en mi dormitorio en Múrievo; luego viajó conmigo. Finalmente envejeció, se borró, se llenó de agujeros y, por fin, desapareció, como se borran y desaparecen los recuerdos.


Traducción de Selma Ancira

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