Y un día que el armario prohibido se hallaba abierto, sacamos de él rápidamente un librito que resultó ser Los amores de Medgenoún y de Leillé, traducido del persa por Ben-Omri. Este libro divino, que pinta con rasgos tan ardientes todas las delicias del amor, excitó nuestros sentidos. Y aunque no podíamos comprender bien aquellas escenas, pues nunca habíamos visto a seres de vuestro sexo, imitábamos sus expresiones. (40 s.)
Sentía que soñaba, y sin embargo tenía la conciencia de abrazar algo más que sueños. Me perdía en la agitación de las más locas ilusiones, pero siempre volvía a encontrarme con mis bellas primas. Me dormía sobre su seno y me despertaba en sus brazos. Ignoro cuántas veces creí sentir esas dulces alternativas. (48)
Al cumplir los dieciséis años, mi padre empezó a iniciarnos en los misterios de la cábala Sefiroth. Primero puso en nuestras manos el Sepher Zoohâr, o libro luminoso, llamado así porque no es posible comprender nada de él, hasta tal punto la claridad que expande deslumbra los ojos del entendimiento. Después estudiamos el Siphra Dzaniutha, o libro oculto, cuyo pasaje más claro puede pasar por un enigma. Por último, se nos entregó el Hadra Raba y el Hadra Sutha, es decir el grande y el pequeño Sanhedrín. Se trata de unos diálogos en los que Rabbi-Simeón, hijo de Johai, autor de las otras dos obras, adaptando su estilo al de la conversación, como si estuviese instruyendo a sus amigos sobre las cosas más simples, les revela, sin embargo, los más asombrosos misterios; o más bien, todas esas revelaciones nos llegan directamente del profeta Elías, quien furtivamente abandona la mansión celeste para asistir a esa reunión con el supuesto nombre de Rabino Abba. Quizá creéis haber adquirido alguna idea de todos esos divinos escritos por la traducción latina impresa a partir del original caldeo en una pequeña ciudad alemana llamada Francfort en el año 1684. Pero nosotros nos reímos de la presunción de quienes piensan que para leer basta con el órgano material de la vista. Ello podrá ser suficiente, en efecto, para ciertas lenguas modernas, pero en el hebreo cada letra es un número, cada palabra una sabia combinación, cada frase una fórmula terrible que, bien pronunciada, con las aspiraciones y los acentos oportunos, podría arrasar los montes y desecar los ríos. Sabéis que Adonai creó el mundo con la palabra, y después él mismo se hizo palabra. La palabra golpea el aire y el espíritu, y obra sobre los sentidos y sobre el alma. Aunque profanos, podéis fácilmente deducir que la palabra debe ser el verdadero intermediario entre la materia y las inteligencias de todos los órdenes. (136)
-¿Habéis visto -preguntó Apolonio- los jardines de Tántalo, que son y no son?
Los invitados respondieron:
–Los hemos visto en Homero, pues todavía no hemos bajado a los infiernos.
–Todo lo que veis aquí –siguió diciéndoles Apolonio– es como esos jardines. No es más que apariencia, sin la menor realidad. Y para que comprobéis la verdad de lo que os digo, sabed que esa mujer es una de esas empusas a las que comúnmente se llama larvas o lamias, y que están siempre ávidas, no de placeres del amor, sino de carne humana. Y es con el cebo del placer como atraen a quienes quieren devorar. (161)
Admito, sin embargo, que se han producido grandes cambios en el mundo demonagórico. Los vampiros, entre otros, son una invención nueva, si puede hablarse así. Yo distingo dos especies: los vampiros de Hungría y de Polonia, que son cadáveres que salen de sus tumbas durante la noche, y van a chupar la sangre de los humanos. Y los vampiros de España, que son espíritus inmundos que dan vida al primer cuerpo que encuentran y le infunden toda clase de apariencias y... (164)
“Ah, caballero, ¿qué veo en vuestra mano? Mucho amor, pero ¿a quién? ¡A unos demonios!” (165)
JAN POTOCKI
Manuscrito encontrado en Zaragoza (Manuscrit trouvé à Saragosse)
Traducción de José Luis Cano
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