On arriva en peu de jours sur le canal de la mer Noire. Candide commença par racheter Cacambo fort cher ; et, sans perdre de temps, il se jeta dans une galère, avec ses compagnons, pour aller sur le rivage de la Propontide chercher Cunégonde, quelque laide qu'elle pût être.
Il y avait dans la chiourme deux forçats qui ramaient fort mal, et à qui le levanti patron appliquait de temps en temps quelques coups de nerf de bœuf sur leurs épaules nues ; Candide, par un mouvement naturel, les regarda plus attentivement que les autres galériens, et s'approcha d'eux avec pitié. Quelques traits de leurs visages défigurés lui parurent avoir un peu de ressemblance avec Pangloss et avec ce malheureux jésuite, ce baron, ce frère de mademoiselle Cunégonde. Cette idée l'émut et l'attrista. Il les considéra encore plus attentivement. « En vérité, dit-il à Cacambo, si je n'avais pas vu pendre maître Pangloss, et si je n'avais pas eu le malheur de tuer le baron, je croirais que ce sont eux qui rament dans cette galère. »
Au nom du baron et de Pangloss les deux forçats poussèrent un grand cri, s'arrêtèrent sur leur banc, et laissèrent tomber leurs rames. Le levanti patron accourait sur eux, et les coups de nerf de bœuf redoublaient. « Arrêtez! arrêtez! seigneur, s'écria Candide ; je vous donnerai tant d'argent que vous voudrez. — Quoi! c'est Candide, disait l'un des forçats. — Quoi! c'est Candide, disait l'autre. — Est-ce un songe? dit Candide; veillé-je? suis-je dans cette galère? Est-ce là monsieur le baron, que j'ai tué? est-ce là maître Pangloss, que j'ai vu pendre? — C'est nous-mêmes, c'est nous-mêmes, répondaient-ils. — Quoi! c'est là ce grand philosophe? disait Martin. — Eh! monsieur le levanti patron, dit Candide, combien voulez-vous d'argent pour la rançon de monsieur de Thunder-ten-tronck, un des premiers barons de l'empire, et de monsieur Pangloss, le plus profonde métaphysicien d'Allemagne? — Chien de chrétien, répondit le levanti patron, puisque ces deux chiens de forçats chrétiens sont des barons et de métaphysiciens, ce qui est sans doute une grande dignité dans leurs pays, tu m'en donneras cinquante mille sequins. — Vous les aurez, monsieur ; remenez moi comme un éclair à Constantinople, et vous serez payé sur-le-champ. Mais non, menez moi chez mademoiselle Cunégonde. » Le levanti patron, sur la première offre de Candide, avait déjà tourné la proue vers la ville, et il faissait ramer plus vite qu'un oiseau ne fend les airs.
Candide embrassa cent fois le baron et Pangloss. « Et comment ne vous ai-je pas tué, mon cher baron? et mon cher Pangloss, comment êtes-vous en vie après avoir été pendu? et pourquoi êtes-vous tous deux aux galères en Turquie? — Est-il bien vraie que ma chère sœur soit dans ce pays? disait le baron. — Oui, répondait Cacambo. — Je revois donc mon cher Candide », s'écriait Pangloss. Candide leur présentait Martin et Cacambo. Ils s'embrassaient tous ; ils parlaient tous à la fois. La galère volait, ils étaient déjà dans le port. On fit venir un juif, à qui Candide vendit pour cinquante mille sequins un diamant de la valeur de cent mille, et qui lui jura par Abraham qu'il n'en pouvait donner d'avantage. Il paya incontinent la rançon du baron et de Pangloss. Celui-ci se jeta aux pieds de son libérateur, et les baigna des larmes ; l'autre le remercia par un signe de tête, et lui promit de lui rendre cet argent à la première occasion. « Mais est-il bien possible que ma sœur soit en Turquie? disait-il. — Rien n'est si possible, reprit Cacambo, puisqu'elle écure la vaisselle chez un prince de Transylvanie. » On fit aussitôt venir deux juifs ; Candide vendit encore des diamants, et ils repartirent tous dans une autre galère pour aller délivrer Cunégonde.
Cunégonde laissa tomber son mouchoir
Pocos días tardaron en llegar al canal de Constantinopla. Cándido rescató a Cacambo por el precio que le pidieron, y sin perder instante se metió en una barca con sus compañeros, para dirigirse a las orillas de la Propóntide, buscar a la señorita Cunegunda y darla libertad, aunque la hallase más fea y espantosa que las mismas furias.
Había entre la chusma dos forzados que remaban muy mal, a los cuales aplicaba el cómitre muy a menudo sobre las espaldas desnudas crueles latigazos con el rebenque. Cándido, movido de su natural compasión, hizo de ellos más reparo que a los demás acercándose a consolarlos con algunas de las máximas filosóficas en que tanto abundaba. Miró al uno de ellos, y le pareció que descubría en aquel rostro desfigurado y macilento alguna semejanza de facciones con las que tuvo su malogrado maestro el doctor Pangloss; miró al otro, y hubiera jurado que no le quitaba pinta al hermano de la señorita Cunegunda. Esta idea le conmovió y le llenó de melancolía; volvió a mirarlos con más atención, se estregaba los ojos, los miraba otra vez, y decía a Martín:
-Mire usted, Martín, cosas de sueño o de encantamiento parecen las que me suceden a mí; si no hubiera visto por mis propios ojos ahorcar en Lisboa al incomparable Pangloss, y si no hubiera dejado muerto de una estocada en el Paraguay al barón jesuita, diría que son en propia persona esos dos miserables grumetes que tan mala maña se dan a jugar el remo.
Al oír hablar del barón y de Pangloss, los dos forzados dieron un profundísimo gemido, soltaron el remo de las manos, y lloraban como unas criaturas. El cómitre acudió a ellos y los hartó de latigazos. Cándido se interpuso exclamando:
-Señor cómitre, por amor de Dios no les zurre más; yo le regalaré a usted bien, con tal que tenga un poco de caridad, y no acabe de matar a estos desdichados.
-Éste es Cándido -dijo el uno.
-¡Cándido! ¡Señor Cándido! -añadió el otro con voz enfermiza y doliente.
-¿Es posible? -decía Cándido lleno de admiración- ¿Es esto verdad, o es un delirio que se apodera de mi fantasía? ¿Será éste el señor barón, a quien yo maté por mis propias manos? ¿Será éste el gran filósofo Pangloss, a quien yo vi ahorcar sin que le dejasen acabar el credo?
-Nosotros somos, señor Cándido, nosotros somos -respondieron en coro los dos.
-¡Calle! ¿Con que es éste aquel celebérrimo optimista? -dijo Martín.
Cándido marchó como un cohete a buscar al patrón de la nave, diciéndole:
-Señor patrón, ¿cuánto dinero quiere usted por el rescate de aquellos dos miserables que están allí? Dígamelo usted pronto, y su boca será medida. Mire usted que el uno es el señor de Thunder-ten-tronckh, de los más esclarecidos barones del imperio, y el otro el más completo y rematado metafísico de toda la Europa.
-Perro cristiano -respondió el levantisco-, una vez que esos dos perros son barones y metafísicos y todo lo que dices (lo cual será sin duda en tu tierra cosa de mucha importancia y valor), me darás por ellos cincuenta mil cequíes.
-Sí, señor, se los daré a usted uno sobre otro -añadió Cándido-. Condúzcame usted sin detención a Constantinopla, en donde me espera la preciosa Cunegunda, y apenas saltemos en tierra tendrá usted su dinero en la mano, y le quedaré muy agradecido.
-Sea en buena hora -respondió el turco.
Tocó el pito, volvióse la proa hacia la ciudad, distribuyó el cómitre una tunda general de bardarcazos a toda la chusma, y la galera iba navegando con la velocidad que un neblí atraviesa los aires.
Cándido abrazó mil veces al barón y a Pangloss, y les decía sollozando:
-¿Conque en efecto no se murió usted aunque yo le maté, señor barón? ¿Conque usted vive, Pangloss doctísimo, aunque le ahorcaron en Lisboa? Pero ¿por qué viven ustedes, y los hallo remando en una galera turca?
-Y ¿es cierto que mi dulce hermana se halla en Constantinopla? -decía el barón.
-¿Es posible que vuelvo a ver a mi querido Cándido? -exclamaba Pangloss.
Todos se abrazaban, todos lloraban y todos hablaban a un tiempo. En esto llegó la galera al puerto; aparecióse un judío por allí, y Cándido tuvo la fortuna de venderle por cincuenta mil cequíes un diamante que valía cien mil, con lo cual pagó el rescate del tuerto y el jesuita. Pangloss se echó a los pies de su libertador, y se los bañaba en lágrimas; el barón le agradeció la merced que recibía, inclinando la cabeza con gesto halagüeño y señoril, y le prometió que cuanto antes le volvería su dinero.
-Pero ¿es cierto que mi adorable hermana está en poder de turcos?
-Tan cierto es -respondió Cacambo-, que a la hora de ésta ya tendrá puesto a escurrir todos los pucheros y coberteras del príncipe de Transilvania, de quien es fregona.
Cándido vendió otros dos diamantes a otros dos judíos; metiéronse en un bote, y se encaminaron a la ciudad, para sacar cuanto antes del estado servil a la ilustrísima Cunegunda.
je veux que vous ramassiez ma jarretière
Voltaire, Candide
Traducción de Leandro Fernández de Moratín
Ilustraciones de Adrien Moreau
0 comentarios:
Publicar un comentario