05 marzo 2015

EL HURTO

Sergio tenía la piel blanca, transparente. Miraba a su madre desde dentro del gorro de lana, sin hablar. El campo estaba helado, y al final del camino aguardaba el conserje de la escuela, que cerraría la puerta tras él durante una semana.

Su madre le había dispuesto un buen desayuno y un buen morral, le había lavado y abrigado de pies a cabeza, y ahora caminaba también en silencio. Llevaba del asa, para vender en la aldea, una lechera grande que a veces sonaba con un ruido metálico y otras como un glogloteo. Aquel sonido agradaba a Sergio; le hubiera gustado tener fuerzas para llevarla todo el camino.

-Átate los zapatos -dijo su madre, y enseguida ella misma se inclinó y se los ató.

El niño rozó con el rostro el cabello de su madre. Entonces se escuchó ladrar en las eras, y después un rumor de cencerros y balidos.

La madre regresó rápidamente a casa, y Sergio echó a correr tras ella. Sentía como si le clavaran agujas en el pecho, cada vez más punzantes. Cuando llegó a la cija vio que, durante su ausencia, habían entrado ladrones en casa. Uno huía llevando un cordero, y otro sujetaba a su madre y la zarandeaba, intentando librarse de ella. Al ver aquello, se lanzó de cabeza contra el extraño, le dio en el vientre y le derribó. Luego se puso a horcajadas y comenzó a golpearle con furia. El ladrón, desconcertado, se lo quitó de encima y salió corriendo tras su compañero.

Sergio vio a su madre inclinada sobre él. Estaba sangrando pero, cosa extraña, ya no sentía ningún dolor, ni tenía miedo de la escuela. Y lo que más le sorprendía era la mirada de su madre. Se pusieron en pie, regresaron donde había quedado la lechera y reiniciaron en silencio su camino.

Texto de Alan


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