El rojo Destrasse le miraba con indiferencia. No había llegado la época de Tartarín, y las montañas eran jóvenes.
Braulio estaba de escribiente en la casa O Moderno Prometeo, de Lisboa, que una vez al mes sacaba un folleto de viajes para las lavanderas de Portugal. Cuando los redactores veteranos, que nunca habían ido más allá de Extremadura, expusieron en el café la extravagancia y la inutilidad de aquella expedición, había resuelto arriesgarse a la aventura como un medio de ascender en la empresa.
Desde el bosque en el valle, el rojo Destrasse parecía un pedrusco volcánico, anfractuoso, de color marrón, dejado por capricho en medio de la selva, entre el verde y el blanco Destrasse, sus pequeños vástagos, a quienes protegía y guardaba. Quizá una vez en su cumbre, un poco roma, se extendiera una amplia meseta, o se abriese el cráter de un volcán extinguido, con un lago de aguas pardas y limpias en el fondo...
–Da vértigo mirarla desde aquí, ¿no le parece?
Braulio se giró y vio a una muchacha morena, de ojos rasgados. No la había oído acercarse. La saludó en su idioma y ella respondió:
–En el pueblo se preguntan qué busca usted allá arriba.
–¿Y qué creen que busco?
–Nada. Por algo, dicen ellos, es usted una nuez.
Braulio pensó que no entendía el dialecto de la muchacha.
–¿Cómo ha dicho... una nuez?
–Sí. Una nuez; un extranjero. El primero que llegó (de eso hace mucho, y la montaña estaba ahí, como ahora) no había visto una nuez. Dijo que parecía una pequeña montaña, la montaña de una niña, con sus ríos y desfiladeros. Imagine cuando cachó la cáscara y apareció la nuez. Dicen que las nueces tienen forma de seso.
–¿Y usted qué piensa –preguntó Braulio– que he venido a hacer aquí?
Pero ella sonrió, reemprendió ágilmente su camino y le dejó sin más. Probablemente, aquella muchacha había pasado toda su vida a los pies de la montaña, corriendo de la falda hasta el valle y otra vez de vuelta, sin importarle asomarse arriba.
Braulio agitó su stick contra el suelo, se echó a la espalda el morral, donde guardaba unas mantas y unos bocadillos, se calzó unas gruesas botas de lana –un artículo venido de China, cuya eficacia debía probar– y comenzó la ascensión, pegado a la falda de la montaña, como una hormiga atareada, con los rayos oblicuos del sol a su espalda.
Iba satisfecho y agotado, cuando la oscuridad cayó de repente y se formó una ventisca. Alcanzó a distinguir una abertura oscura, que podía ser una cueva, y hacia allá se encaminó buscando refugio. Pero, cosa extraña, le parecía que llevaba horas bajo la tempestad, dando vueltas como una peonza, y no veía aparecer la cueva. Al cabo reconoció que estaba completamente perdido. Entonces apoyó el stick contra su cadera y el extremo opuesto no tocó fondo. Recobró el equilibrio y se pegó a la roca de la montaña, como un niño asustado. Durante la ascensión a ciegas, pensó, el desfiladero había ido estrechándose. Probablemente, ahora el vacío se abría a un palmo de él. Y Dios sabe hasta dónde había ascendido en aquellas horas. Resolvió que lo más sensato era detenerse y no mover un dedo hasta que despejara. Pero el viento iba arrastrándole. Tiró como pudo de las mantas, se tumbó y se arrebujó, agarrándose bien a la roca, igual que un percebe.
Aún era de noche cuando la montaña, tan pronto como lo había hecho antes, cambió de humor. La tormenta se fue y quedó un cielo despejado, sin luna y lleno de estrellas, y un aire transparente, denso, que daba gusto respirar. Braulio se asomó con precaución al borde. Cruzó una ráfaga; distinguió unos puntos blancos que se movían dejando ver una mancha verde. ¿Sería posible que el aire agitaba la nieve, y aquella mancha diminuta era el bosque en el valle? Se estremeció y al instante, por fortuna, cayó rendido de fatiga.
Le despertó el sol, que ya descendía, y un ruido de ovejas, y una voz conocida que gritaba:
–¿Ya llegó usted aquí? Le he estado esperando.
¡Había otro ser en aquellas altitudes! Y parecía la voz de la muchacha morena. Braulio abrió los ojos y se vio en el interior de una piedra cóncava, alargada. Se irguió; qué gusto poner el pie en la tierra humeante. Un poco más arriba se veía una cabaña, y cerca estaba la muchacha con sus ovejas. Apenas había avanzado unos metros en todo el día. Seguía en la falda de la montaña.
La muchacha le llevó dentro, encendió lumbre y puso a calentar una pierna de cordero.
–¿Sabe usted? –le dijo, mientras sonreía y le alargaba una jarra– Deseo que esta nueva costumbre del montañismo se extienda. Todos tendrán que cruzar por mi casa, si quieren llegar allá arriba.
–¿Y no le da miedo vivir aquí sola?
–Bajo al pueblo cuando quiero, está a un tiro de piedra... aunque a usted le llevó un día de camino. Y lo que hay por encima no me asusta. Sabemos qué es.
–Ah, ¿lo saben?
–Pues claro, siempre lo hemos sabido. Allá está el fuego de la pequeña... de Sagarmat, la hija pequeña del Cielo, el fuego que olvidó apagar cuando descendió al valle. Un día tendrá que subir y apagarlo y volver a casa, antes que nadie lo advierta, si no quiere que la castiguen. Pero allá arriba las noches son muy largas. Aún no se han despertado. Y mientras, el fuego tiene a la montaña caliente.
Braulio la escuchaba con los ojos abiertos. Acertó a captar el interés de la muchacha.
–Y usted, ¿qué prefiere –dijo ella–, el fuego, o pasar otra noche a la intemperie?
Texto de Alan
El Watzmann
Caspar David Friedrich
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