UNA CASA EN LA ALDEA
Una mañana de invierno, por una calle encharcada, aún sin asfaltar, llegué a nuestra casa en la aldea.
La chimenea se alzaba sobre una vertiente de tejas rojas, entreveradas de musgo, mezclando en el aire leña ardida. En la fachada se veía un portal enlucido, en forma de arco, entre dos ventanas de reja, y algunos desmoches mostraban el muro de adobe.
Tras la puerta partida de rugosos cuarterones, sobre un escalón de piedra, se abrió un pasillo de baldosas, de dibujo verde y blanco. A mano izquierda estaba la sala, con sus dos alcobas; enfrente, con la suya, el despacho.
La sala recuerda más el tiempo anterior. Tiene el suelo de losas rojas, y un techo de vigas de madera. En los muros blanqueados cuelgan cuadros piadosos. Rebosan en las alcobas dos camas altas de colchón de lana. En torno se ven sillas de enea, una estufa de gas, dos baúles grandes, un diván, una cómoda y, sobre ella, un espejo con viejas fotos prendidas del marco.
El despacho tiene el suelo más bajo, entarimado. Hay en el centro un escritorio, junto a la ventana una máquina Singer de pedal. Cerca de la entrada se recorta, con su argolla, la trampilla de la bodega.
A mitad del pasillo, se ve una cantarera y una mesa redonda, blanca, de madera. A su izquierda está la entrada al sobrado, el cuarto del arcón; más adelante, a derecha, la cocina y el fregadero.
Empujé el portón al final del pasillo, crucé la cuadra en penumbra y salí al corral, ancho y despejado. En un extremo surgió una hilera de pocilgas; en el otro, un molino; al fondo, un pajar, un colgadizo. Cerca bullen animales. Cruzan rachas de viento invernal. Al abrir las carreteras, una luz de primavera irradiaba en los campos.
En la cocina, la luz entra a través de una claraboya de cristal esmerilado. En el hogar renegrido arde la lumbre matinal, con su pote hirviendo, badil y tenazas. En un rincón, junto a una abertura vidriada desde donde se ve el portal, hay un espejo pequeño y un palanganero. Al fondo, cercano a la pila, un vasar, un hornillo, un aparador de madera blanco.
El sobrado está en penumbra; apenas se entra de pie. Cuantas veces subía, parecía proyectar la misma imagen, en la que se ha recogido. Las paredes y las tablas del suelo están cuajadas de trastos, calderas, semillas y aperos. De las vigas del techo cuelgan embutidos y jamones. Un haz de luz traspasa la pequeña ventana y da junto a un cofre de madera que contiene viejas fotos, libros de horas y postales. Muchas veces, en el alegre amanecer de verano, escuché el ruido de madre trajinando arriba.
La casa mira hacia el este, de modo que la sombra corre por su fachada pasado el mediodía. Cada vivienda tiene un olor: el suyo era un aire nítido, penetrante, como el que siente quien, a principios de otoño, se adentra en los pinares después de la lluvia. Henchía la imaginación de quien, traspasando el umbral, cada vez menos extranjero, respiraba en su recinto.
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