Recuerdo cuando nos lanzábamos del trillo a la mies, y corríamos a subir de nuevo, y también cuando aparecía la silueta de alguna aldea en la carretera.
Recuerdo el tiburón, el mini, el Gordini, el escarabajo y el cuatro latas. Recuerdo que me mareaba en el 1500, que corría quemando gasoil; aunque me gusta el olor del gasoil.
Recuerdo la primera vez que fui a la Ciudad Deportiva. No sabíamos por dónde se entraba. Abrimos la primera puerta, y apareció el pabellón de baloncesto, vacío, con las luces encendidas y los jugadores entrenando abajo en la cancha.
Recuerdo que aprendí a nadar en el río. Se tragaba agua no salada, sabía un poco a cieno y cañas. Luego nos subíamos a una de las pilastras del puente y nos quedábamos allí tumbados como lagartos.
Recuerdo las dos hileras de malecones, a los lados de la carretera, a su paso por la balsa. Tenían el ancho de un pie, y echábamos carreras saltando de uno a otro. Jamás nos caímos por el talud. Luego, sentados en el pilón, las piernas en el agua, un amigo se hizo un corte con una botella rota que había en el fondo.
Recuerdo a dos viejos, uno que iba siempre en una mula y el otro en bicicleta. Al de la mula le llamaban el tío Vusotros. Decía:
–Eh, vusotros, ¿qué hacéis ahí?
El de la bicicleta estaba sordo. Cuando pasaba, le saludaban con la mano y gritaban:
–¿A quién vas a matar?
Él alzaba una mano del manillar y respondía:
–¡Adiós!
Recuerdo la costumbre del almuerzo. Se salía muy de mañana, tras dar de comer al ganado, con un tazón de leche o en ayunas. Íbamos, por ejemplo, con mi abuelo a quitar las correhuelas del melonar, que luego se comía la vaca. A la vuelta, estaba preparada una fuente de lomo, longaniza, torreznos y huevos, y una bota de vino.
Recuerdo que volvía del colegio con mi hermano, tendríamos siete o ocho años. Al llegar cerca del puesto de castañas, en la esquina, se abrió un abrigo enorme delante de nosotros y cada uno nos metimos bajo un ala, mientras oíamos una risa. Era una prima nuestra que había venido de visita y había salido a buscarnos.
Recuerdo las dedicatorias que se encuentran en los libros de viejo, del pariente al pariente, o del amigo al amigo. A veces el libro está como nuevo, otras es un libro usado y gastado por el tiempo. Su propietario tal vez murió, y quizá también quien escribe la dedicatoria, y el libro ha acabado en el tablero de saldos. Recuerdo una que me gusta mucho. Está en una narración favorita, Deirdre, de James Stephens:
For Pilar - to remind
you of Ireland
January 1967
from all of us at Vevay
Recuerdo una mañana de domingo, aún de noche. Me desperté, y en la litera de abajo estaba mi sobrino, de cuatro o cinco años. Estaba de lado, hacía un pequeño bulto en el borde de la cama, tapado hasta el cuello. Tenía unos mofletes gordos, y los ojos cerrados, con las pestañas muy largas. Le di un beso y le dije: "Hasta mañana", porque iba a pasar todo el día fuera. Entonces sonrió de oreja a oreja, sin abrir los ojos.
Recuerdo que estaba en el baile, en la calle, con una niña. Tendríamos siete o ocho años. En el tocadiscos sonaban ‘La fiesta de Blas’, ‘Estoy sintiendo tu perfume embriagador’ y más que no recuerdo, unas lentas y otras rápidas. Pusieron un single y nos fuimos al hermano de ella, que era mayor, tendría catorce, y le preguntamos: “¿Esta cómo se baila, lenta o rápida?”
Recuerdo que nos tocó ir a la escuela en unos años chocantes. Entraba un maestro viejo, curtido, de bigote corto, y durante una hora nos hablaba del pecado y la eternidad. Nos dejaba, asustados, y entraba otro maestro, joven, barbudo, que hacía nudismo en vacaciones. Este también se iba. Llegaba uno más sádico que el primero, y la emprendía a tortazos con alguien porque no pronunciaba bien la ‘u’ francesa. Y después llegaba una maestra joven, con un polo ajustado, tres botones sueltos, sin sujetador. Entonces la clase se arremolinaba en torno, haciendo preguntas.
Recuerdo que estaba en la cama, a oscuras, con los ojos cerrados, e imaginaba que estaba realmente en la habitación de muchacho, en la alcoba de nuestra casa que ya no existe. Me hacía gracia, y me daba vértigo, reconstruir los detalles de la alcoba, de la sala, el pasillo...
Recuerdo que íbamos de noche por la calle desierta y ancha de un pueblo, con ese entusiasmo de muchachos en el que hay algo de rabia y generosidad. Nos subíamos a todas partes, reíamos, gritábamos y empezamos a tirar las chaquetas al aire, cada vez más alto. La mía se quedó enganchada de un cable que atravesaba la calle. Entonces un amigo apuntó, lanzó la suya, y ¡zas! a la primera cayeron las dos, de modo que la recuperé.
Texto de Alan
Buitrago del Lozoya
Foto de Alan
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