In the early part of the reign of the first King James, there was visiting near this place of the Drenghards a lady of noble family and extraordinary beauty. She was of the purest descent; ah, there's seldom such blood nowadays as hers! She possessed no great wealth, it was said, but was sufficiently endowed. Her beauty was so perfect, and her manner so entrancing, that suitors seemed to spring out of the ground wherever she went, a sufficient cause of anxiety to the Countess her mother, her only living parent. Of these there were three in particular, whom neither her mother's complaints of prematurity, nor the ready raillery of the maiden herself, could effectually put off. The said gallants were a certain Sir John Gale, a Sir William Hervy, and the well-known Sir George Drenghard, one of the Drenghard family before mentioned. They had, curiously enough, all been equally honoured with the distinction of knighthood, and their schemes for seeing her were manifold, each fearing that one of the others would steal a march over himself. Not content with calling, on every imaginable excuse, at the house of the relative with whom she sojourned, they intercepted her in rides and in walks; and if any one of them chanced to surprise another in the act of paying her marked attentions, the encounter often ended in an altercation of great violence. So heated and impassioned, indeed, would they become, that the lady hardly felt herself safe in their company at such times, notwithstanding that she was a brave and buxom damsel, not easily put out, and with a daring spirit of humour in her composition, if not of coquetry.
At one of these altercations, which had place in her relative's grounds, and was unusually bitter, threatening to result in a duel, she found it necessary to assert herself. Turning haughtily upon the pair of disputants, she declared that whichever should be the first to break the peace between them, no matter what the provocation, that man should never be admitted to her presence again; and thus would she effectually stultify the aggressor by making the promotion of a quarrel a distinct bar to its object.
While the two knights were wearing rather a crest-fallen appearance at her reprimand, the third, never far off, came upon the scene, and she repeated her caveat to him also. Seeing, then, how great was the concern of all at her peremptory mood, the lady's manner softened, as she said with a roguish smile:
"Have patience, have patience, you foolish men! Only bide your time quietly, and, in faith, I will marry you all in turn!"
They laughed heartily at this sally, all three together, as though they were the best of friends; at which she blushed, and showed some embarrassment, not having realized that her arch jest would have sounded so strange when uttered. The meeting which resulted thus, however, had its good effect in checking the bitterness of their rivalry; and they repeated her speech to their relatives and acquaintance with a hilarious frequency and publicity that the lady little divined, or she might have blushed and felt more embarrassment still.
A comienzos del reinado de Jacobo I, se hallaba de visita cerca de este lugar de los Drenghard una dama de familia noble y extraordinaria belleza. Era del más puro linaje, ¡ah, hoy día apenas existe sangre como la suya! No poseía una gran fortuna, se decía, pero estaba suficientemente dotada. Su belleza era tan perfecta, sus maneras tan cautivadoras, que los pretendientes parecían brotar de la tierra por donde pisaba, un motivo suficiente de ansiedad para la condesa su madre, la única de sus progenitores que vivía. De aquellos había tres en particular, a quienes ni las quejas de su madre sobre lo prematuro del caso, ni las chanzas siempre prontas de la misma doncella, conseguían desalentar. Estos galanes eran un cierto Sir John Gale, un Sir William Hervy, y el bien conocido Sir George Drenghard, uno de la familia Drenghard antes mencionada. Habían sido todos, lo que no deja de ser curioso, igualmente honrados con la distinción del título de caballero, y los ardides que empleaban para verla eran múltiples, porque cada uno de ellos temía que alguno de los otros le ganase por la mano. No contentos con visitar, bajo cualquier excusa imaginable, la casa del pariente donde ella se alojaba por un tiempo, la interceptaban en sus paseos a caballo y a pie; y si por azar alguno de ellos sorprendía a otro en el acto de ofrecerle señaladas atenciones, el encuentro a menudo concluía en un altercado de gran violencia. Realmente, tanto se acaloraban y exaltaban, que la dama apenas se sentía segura en su compañía en semejantes ocasiones, a pesar de que era una valiente y exuberante damisela, a la que no se molestaba con facilidad, y poseía un audaz espíritu humorístico, si no de coquetería, en su naturaleza.
Durante uno de estos altercados, que tenía lugar en los tierras de su pariente, y parecía inusualmente enconado, amenazando acabar en un duelo, resolvió que era necesario imponerse. Dirigiéndose de modo altivo hacia la pareja de contendientes, declaró que quien primero rompiese la paz entre ellos, sin importar bajo qué provocación, tal hombre nunca sería admitido en su presencia de nuevo; y así de manera efectiva anulaba al agresor convirtiendo la provocación de una disputa en una clara exclusión de su objeto.
Mientras los dos caballeros adoptaban una apariencia más bien cabizbaja ante su reprimenda, el tercero, que nunca estaba muy lejos, apareció en escena, y también para él repitió su advertencia. Entonces, viendo la consternación que había provocado en todos su tono autoritario, las maneras de la dama se suavizaron, mientras decía con una pícara sonrisa:
—¡Tened paciencia, tened paciencia, hombres insensatos! Aguardad tranquilos el instante propicio, y, en verdad, ¡me casaré con cada uno de vosotros por turno!
Ante esta ocurrencia, se echaron a reir de buena gana, los tres a la vez, como si fueran los mejores amigos; y a esto ella se sonrojó, y se mostró algo avergonzada, por no haberse dado cuenta de que su maliciosa burla sonaría tan extraña al ser pronunciada. La reunión que acabó así tuvo, sin embargo, el buen efecto de refrenar lo enconado de su rivalidad; y repitieron de manera jocosa las palabras de ella a sus parientes y conocidos, más a menudo y con mayor publicidad de lo que la damita intuía, o de otro modo hubiera vuelto a sonrojarse y a sentirse avergonzada.
THOMAS HARDY
Traducción de Alan