10 junio 2007

R. L. STEVENSON

PARA
SIR PERCY FLORENCE Y
LADY SHELLEY

HE AQUÍ
un relato que abarca muchos años y viajes por numerosos países. Debido a circunstancias peculiares y fortuitas, el autor lo comenzó, lo continuó y lo concluyó en lejanos y diversos escenarios. Sobre todo, fue escrito en el mar. El carácter y la fortuna de los fraternales enemigos, el salón y los jardines de Durrisdeer, el problema de la domesticidad de Mr. Mackellar y de cómo hacerle remontar el vuelo le hicieron compañía a bordo en muchos puertos donde se reflejaban las estrellas, flotaron a menudo por su mente en el mar al son de las velas que crepitaban y fueron olvidados (con cierta precipitación) al acercarse las tormentas. Espero que estas circunstancias que rodean su elaboración puedan de alguna manera hacer mi historia agradable a navegantes y a enamorados del mar como ustedes.

Y por último, ésta es la dedicatoria de un gran viaje; escrita en las sonoras costas de una isla subtropical, a cerca de diez mil millas del barranco y de la mansión de Boscombe, escenarios que surgían ante mis ojos mientras escribía, junto con los rostros y las voces de mis amigos.

Bien, una vez más estoy listo para echarme a la mar; Sir Percy, sin duda, también lo estará. Hagamos la señal, ¡B. R. D.!

R. L. S.

Waikiki, 17 de mayo de 1889

El señor de Ballantrae
Traducción de M. Ochoa y P. Azcoyen




En cuanto a ti, mi querido Charles, ni siquiera pretendo que te guste esta historia. Pero tal vez le guste a tu hijo cuando sea mayor; puede que entonces se alegre de encontrar el nombre de su padre en la guarda de este libro; y mientras tanto, me complace el ponerlo aquí, en recuerdo de tantos días felices y de algunos otros (ahora quizá igualmente agradables de recordar) que fueron tristes. Si a mí me resulta extraño echar la vista atrás, a tal distancia de espacio y tiempo, para rememorar aquellas lejanas aventuras de nuestra juventud, más extraño aún debe ser para ti, que andas las mismas calles -que puedes abrir la misma puerta de la Sociedad Especulativa, donde comenzamos a codearnos con Scott, Robert Emmet y el querido y oscuro Macben- o puedes doblar la esquina de la calle donde aquella gran sociedad, la L. R. J., celebraba sus reuniones y bebía cerveza, sentándose en los mismos asientos de Burns y sus compañeros. Me parece estar viéndote, andando por allí, en pleno día, contemplando con tu mirada limpia aquellos lugares que se han convertido ahora para tu compañero en una parte del paisaje de los sueños. En los intervalos de tus ocupaciones, ¡cómo debe resonar el pasado en tu memoria! Que no resuene demasiadas veces sin que pienses alguna vez con cariño en tu amigo,

R. L. S.

Skerryvore,
Bournemouth.

Secuestrado
Traducción de María Eugenia Santidrián




Seguramente habremos dejado en nuestra ciudad la semilla de alguna inquietud. Algún joven patilargo y fogoso debe de alimentar hoy los mismos sueños y desvaríos que nosotros vivimos hace ya tantos años; y gustará el placer, que debiera haber sido nuestro, de seguir por entre calles con nombres y casas numeradas las correrías de David Balfour, reconociendo a Dean, Silvermills, Broughton, el Hope Park, Pilrig y la vieja Lochend, si todavía está en pie, y los Figgate Whins, si nada de aquello desapareció, o de echarse a andar a campo traviesa (aprovechando unas largas vacaciones) hasta Guillane o el Bass.

Puede que así su mirada reconozca el paso de las generaciones pasadas y considere, sorprendido, el trascendental y precario don de su existencia.

Tú aún permaneces -como cuando te vi por primera vez, y en la última ocasión en que me dirigí a ti- en esa ciudad venerable que siempre siento como mi propia casa.

Y yo, tan lejos, perseguido por las imágenes y recuerdos de mi juventud, tengo ante mí, como en una visión, la juventud de mi padre y la de su padre y toda una corriente de vidas que desciende hacia el Norte remoto, arrastrando un rumor de risas y de lágrimas, hasta arrojarme, al fin, envuelto en una inundación brusca, a estas islas lejanas.

Y yo, admirado, humillo mi cabeza ante la gran novela del destino.

R. L. S.

Vailima Upulu, Samoa, 1892

Catriona
Traducción de Luis Sánchez Bardón

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