La había invitado a cenar esa noche en su casa, y ante su sorpresa ella aceptó. Pero aún no sabía qué hacer con el Comisionado, y era improbable que ella se retrasase. Vivía en el piso de arriba, desde hacía unas semanas.
Terminó de afeitarse. A través de la puerta abierta, miró al pequeño gorila, buscando en él un gesto de aprobación. El Comisionado estaba repantigado en su butaca, en mitad de la sala. No hizo ninguna mueca. Siguió inmóvil. Cualquiera hubiese dicho que esa era su expresión habitual. Aunque el Comisionado nunca la había visto, conocía su andar, su olor y su dulce acento extranjero tan bien como él, y a su modo la consideraba una intrusa. Cada vez que la sentía subir o bajar la escalera, emitía un gruñido poco esperanzador.
Se puso la camisa. Los ojos saltones del Comisionado parpadearon, se entrecerraron muy despacio y volvieron a abrirse, como por un resorte. En una comisura asomó una lágrima. Bostezó. Era evidente que los calmantes empezaban a hacerle efecto y que luchaba por no quedarse dormido.
–¿No es un poco pronto? ¿Quieres ir ya a la habitación?
El Comisionado negó con la cabeza, y acto seguido se quedó amodorrado.
Él sonrió, pero la casa era muy pequeña. No había manera de esconderlo.
Salió del lavabo, llevando el bote de afeitar, y cubrió de espuma el rostro del pequeño gorila. Luego extendió una sábana alrededor de la butaca, a la altura de los hombros. Solo se le veía la cabeza. Parecía un enjuto anciano que se hubiese quedado dormido, con el rostro embadurnado, a punto de afeitarse.
Entonces llamaron a la puerta.
Metió apresuradamente la butaca en el cuarto de baño y corrió a abrir.
Allí estaba ella, encantadora y misteriosa.
–Dé un paso, y entrará en el salón.
–Lo sé –rió ella, con su dulce acento extranjero–. Mi piso es igual que este... solo que al revés. Ahí queda mi alcoba –dijo, señalando el lavabo–, tras una cortina. Y enfrente, donde tiene usted esa cortina, está la puerta del lavabo. ¿Usted también vive solo?
Él asintió con la cabeza, sirvió unas bebidas y poco después fue a ver el asado. La cocina estaba en un rincón, junto a la ventana. Desde allí, la oyó levantarse y andar con su paso familiar. Luego se abrió una puerta.
–Disculpe, creí que no había nadie.
La puerta volvió a cerrarse. Un segundo después, ella estaba frente a él.
–¿No me ha dicho que vivía solo?
–Es el Comisionado... perdóneme, lo olvidé.
–¿Y qué hace cubierto de espuma? Parece que se ha dormido.
–Apenas puede valerse. Viene cada viernes, a que lo afeite. Será solo un momento...
–En ese caso, déjeme mientras usted termina aquí...
Antes que él pudiera decir nada, ya estaba ella en el cuarto de baño, encerrada con el Comisionado.
Las manos le temblaban al sacar la bandeja del horno. Dentro no se oía nada. No la vio salir, dando gritos. Trinchó el asado... ¿sería posible que estuviese afeitándole? Se acercó, pegó el oído a la puerta y escuchó el silbido de la cuchilla al rasurar.
Luego se hizo el silencio. Oyó correr el agua del grifo. Se retiró de la puerta cuando ella la abría. Al fondo vio al Comisionado –no podía ser otro–, inmóvil, irreconocible. En el mentón pelado le brotaban dos pequeños cortes de sangre. Y frente a él estaba ella, que le miraba con ojos intrépidos.
–Servido. Ni siquiera se ha despertado. ¡Cómo me recordó a...! Los rasgos simiescos, esa pinta vetusta...
Luego, con una sonrisa, dijo:
–Entonces, ¿cenamos?
Texto de Alan
Dibujo de František Kupka
Read more...