26 octubre 2009

UNA CENA

El barco donde faenaba Mario había zarpado el ocho de mayo, para un viaje de seis meses, con destino al Mar del Norte. El diez de mayo hizo escala en Liverpool, y Mario salió a pasar la noche en un hotel al que iba siempre, cerca del puerto, llamado Seven Hearts and Arrows.

Estaba fatigado por la travesía. Quería cenar y acostarse pronto. Tomó un baño, se cambió, y a las ocho bajó al restaurante.

Era una sala pequeña, alargada, con unas pocas mesas cubiertas de hule, y al fondo se abría un arco que daba directamente a la cocina. Había sido una antigua bodega. Las paredes, sin revestir, mostraban el ladrillo del muro, y su techo era abovedado. La única luz venía de dos faroles marinos, colgados a cada extremo, junto a la entrada y el arco.

Aún no había nadie. Se sentó en la primera mesa, y al rato salió de la cocina una camarera y se acercó a él.

Nunca la había visto allí. Tenía los mismos rasgos y el mismo gesto que su esposa, a la que había dejado dos días atrás en su casa, en Deva. Era en todo igual, salvo que llevaba el pelo más claro, levantado y recogido con un alfiler en forma de flecha de oro, y su cuerpo parecía más flexible y joven. Vestía una falda roja y una blusa blanca con la enseña del hotel bordada en rojo en el bolsillo.

Sonrió y le entregó el menú, y desapareció otra vez por el arco. Al poco volvió a salir. Mario pronunció algunas palabras, medio inglesas y españolas, y señaló algunos platos del menú.

Ella se quedó mirando un instante sus manos; luego, con la mano izquierda, anotó rápidamente el pedido.

–¿De bebida?

Al escucharla, apenas pudo contener la sorpresa.

Como no decía nada, ella le sugirió:

–Acaba de llegar un vino francés, Languedoc. ¿Desea probarlo? -y cuando él asintió, añadió sonriendo– Enseguida estarán sus platos.

Mario cenó pescado en salsa y pierna de cordero, todo de su gusto. Iba a pagar la cuenta, cuando ella volvió a salir y le rogó que aceptara un postre obsequio de la casa.

A la muchacha, con el ajetreo, se le había desabrochado un botón más de la blusa, y al inclinarse a dejar el plato, él reconoció la cadena que llevaba al cuello, y le invadió un profundo sentimiento de gratitud y ternura.

Entonces, cosa extraña, el broche cedió y la cadena cayó deslizándose como un hilo de oro sobre el hule. Pero ella terminó de volverse, como si no lo hubiese notado, y desapareció sin recogerla.

Al levantarse de la mesa, Mario tomó la cadena y la guardó. Cuando salió de su habitación, por la mañana, junto a la cadena llevaba una carta sin cerrar, que fue con él durante los seis meses de travesía. Esto ocurrió en el segundo año de su matrimonio.

Texto de Alan



Abbott Handerson Thayer
Girl Arranging Her Hair

1 comentarios:

Y yo qué sé octubre 27, 2009 1:29 a. m.  

oooooooooohhh ¿y que ponía en la carta? Sigue la historia?? jo