I now became aware that something interposed between the page and the light,—the page was over-shadowed. I looked up, and I saw what I shall find it very difficult, perhaps impossible, to describe.
It was a Darkness shaping itself forth from the air in very undefined outline. I cannot say it was of a human form, and yet it had more resemblance to a human form, or rather shadow, than to anything else. As it stood, wholly apart and distinct from the air and the light around it, its dimensions seemed gigantic, the summit nearly touching the ceiling.
While I gazed, a feeling of intense cold seized me. An iceberg before me could not more have chilled me; nor could the cold of an iceberg have been more purely physical. I feel convinced that it was not the cold caused by fear. As I continued to gaze, I thought—but this I cannot say with precision—that I distinguished two eyes looking down on me from the height. One moment I fancied that I distinguished them clearly, the next they seemed gone; but still two rays of a pale-blue light frequently shot through the darkness, as from the height on which I half believed, half doubted, that I had encountered the eyes.
I strove to speak,—my voice utterly failed me; I could only think to myself, "Is this fear? It is not fear!" I strove to rise,—in vain; I felt as if weighed down by an irresistible force. Indeed, my impression was that of an immense and overwhelming Power opposed to my volition,—that sense of utter inadequacy to cope with a force beyond man's, which one may feel physically in a storm at sea, in a conflagration, or when confronting some terrible wild beast, or rather, perhaps, the shark of the ocean, I felt morally. Opposed to my will was another will, as far superior to its strength as storm, fire, and shark are superior in material force to the force of man.
And now, as this impression grew on me,—now came, at last, horror, horror to a degree that no words can convey. Still I retained pride, if not courage; and in my own mind I said, "This is horror, but it is not fear; unless I fear I cannot be harmed; my reason rejects this thing; it is an illusion,—I do not fear."
With a violent effort I succeeded at last in stretching out my hand towards the weapon on the table; as I did so, on the arm and shoulder I received a strange shock, and my arm fell to my side powerless. And now, to add to my horror, the light began slowly to wane from the candles,—they were not, as it were, extinguished, but their flame seemed very gradually withdrawn; it was the same with the fire,—the light was extracted from the fuel; in a few minutes the room was in utter darkness.
The dread that came over me, to be thus in the dark with that dark Thing, whose power was so intensely felt, brought a reaction of nerve. In fact, terror had reached that climax, that either my senses must have deserted me, or I must have burst through the spell.
I did burst through it.
I found voice, though the voice was a shriek. I remember that I broke forth with words like these, "I do not fear, my soul does not fear;" and at the same time I found strength to rise.
Still in that profound gloom I rushed to one of the windows; tore aside the curtain; flung open the shutters; my first thought was—LIGHT.
And when I saw the moon high, clear, and calm, I felt a joy that almost compensated for the previous terror. There was the moon, there was also the light from the gas-lamps in the deserted slumberous street. I turned to look back into the room; the moon penetrated its shadow very palely and partially,—but still there was light. The dark Thing, whatever it might be, was gone,—except that I could yet see a dim shadow, which seemed the shadow of that shade, against the opposite wall.
Entonces caí en la cuenta de que algo se interponía entre el libro y la luz; la página estaba ensombrecida. Alcé la vista y vi lo que me resultará muy difícil, quizá imposible, de describir.
Era una oscuridad que se delineaba repentinamente a sí misma en un contorno impreciso. No puedo decir que fuese una forma humana, y sin embargo tenía mayor semejanza con una forma humana, o una sombra más bien, que con cualquier otra cosa. Tal y como se erguía, separada y distinta del aire y la luz que la rodeaban, sus dimensiones parecían gigantescas; la cima casi tocaba el techo.
Al observar me embargó una sensación de intenso frío. No me habría helado tanto frente a un iceberg; ni tampoco el frío de un iceberg habría sido más puramente físico. Estoy seguro de que no se trataba del frío que ocasiona el pánico. Mientras observaba, creí distinguir -pero no puedo decirlo con exactitud- dos ojos que me acechaban desde lo alto. Por un momento me pareció verlos nítidamente, luego fue como si hubieran desaparecido; pero dos rayos de una luz pálida y azul destellaban a intervalos frecuentes en la oscuridad desde la misma altura a la que a medias creí y a medias dudé haber encontrado los ojos.
Traté de hablar; la voz me falló completamente. Sólo pude decirme a mí mismo: "¿Es esto miedo? ¡No es miedo!" Procuré levantarme, pero en vano; me sentía oprimido por una fuerza irresistible. Era como si un poder inmenso y aplastante se opusiera a mi deseo; esa sensación de incompetencia absoluta para lidiar con una fuerza mayor a la del hombre que uno puede experimentar físicamente durante una tormenta marina, en una conflagración o enfrentándose a alguna terrible bestia salvaje, o, mejor quizá, a un tiburón del océano, yo la sentí moralmente. Contraria a mi voluntad, había otra voluntad; y de una potencia tan superior a la mía como la tormenta, el fuego y el tiburón aventajan en fuerza física al hombre.
Y entonces, mientras esa impresión crecía en mí, llegó por fin el horror... Hasta tal grado que las palabras no lo podrían expresar. Conservé el orgullo, ya que no el coraje, y hablé para mis adentros: "Esto es horror, y no miedo; a no ser que tema, no pueden hacerme daño; mi razón rechaza esa cosa; es una ilusión, no tengo miedo".
Con un violento esfuerzo, logré por fin alargar la mano hacia el arma que había sobre la mesa; mientras lo hacía, recibí una extraña sacudida en el brazo y en el hombro, y el brazo me fue a caer impotente junto al costado. Luego, para añadir intensidad a mi horror, la luz de las velas empezó a menguar lentamente; no es que se consumieran de improviso, sino que las llamas parecieron alejarse de forma gradual. Lo mismo sucedió con el fuego, la luz fue separándose del combustible; pocos minutos después la habitación quedó en tinieblas.
El pavor que me sobrevino por estar en medio de la oscuridad con aquella cosa oscura, cuyo poder se percibía de modo tan intenso, dio pie a una reacción de valentía. Pues el terror había alcanzado ese clímax en el que, o bien mis sentidos habrían de abandonarme, o yo rompería el hechizo.
Y, en efecto, lo rompí.
Hallé voz, aunque mi voz fue un chillido. Recuerdo que estallé con palabras semejantes a estas: "No tengo miedo, mi alma no tiene miedo"; y a la vez tuve fuerzas para levantarme.
Aún entre aquella honda negrura, me precipité hacia una de las ventanas, rompí las cortinas y abrí de golpe las contraventanas; mi primer pensamiento fue: luz.
Y cuando vi la luna -alta, clara y serena- sentí un gozo que casi compensó el horror de antes. Había luna, y también había faroles de gas en la desierta y somnolienta calle. Me di la vuelta y miré la habitación; la luna invadía muy débil y parcialmente las tinieblas, pero daba luz. La cosa oscura, fuera lo que fuese, se había ido; salvo que aún se podía ver una tenue silueta, que parecía la sombra de aquella penumbra, contra la pared de enfrente.
Bulwer-Lytton, La casa y el cerebro (The Haunters and the Haunted or The House and the Brain)
Traducción de Arturo Agüero Herranz
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