LA PAPISA JUANA
EMMANUIL ROÍDIS
En el siglo IX, Juana, una muchacha de Mentz, enamorada de un fraile, lo siguió hasta su abadía vestida con ropas de hombre. Más tarde, se trasladaron a Atenas, donde creció la fama del saber de ella, y finalmente a Roma. Allí es elegida Papa con el nombre de Juan VIII. Dos años después, mientras se dirigía a la iglesia de San Juan de Letrán para lanzar anatemas contra una plaga de langostas que asolaba a Roma, le asaltaron los dolores del parto, dio a luz en aquel mismo sitio, en presencia de todos los jerarcas y los fieles, y luego falleció.
Sobre esta historia, escribió Emmanuil Roídis su novela La Papisa Juana (H Πάπισσα Ιωάννα, 1886). Roídis fue excomulgado por la iglesia ortodoxa, y el libro prohibido. En los años veinte se publicó de nuevo, y desde entonces es una de las obras más conocidas de la moderna literatura griega. En 1954 Lawrence Durrell la tradujo y la rescató para el lector europeo. De la suya se hizo la primera traducción al español.
Escribe Durrell en el prólogo:
Apenas cabe duda de que la novela fue iniciada como una sátira; y aún cabe menos duda de que, a la mitad del libro, Royidis se había enamorado de su heroína de los pies a la cabeza, ya que la trata con comprensiva ironía y una ternura que la acerca claramente a la vida.
Y sobre la veracidad de la historia:
¿Pero qué hay de real en el Papa histórico en el que nuestro autor basa su narración? Los últimos autores bastante audaces como para entrar en la arena, nos han hecho comprender que es una ficción. Este punto de vista, inútil es decirlo, no era compartido por Royidis, que consagró varios panfletos al tema. ¿Existió en realidad la Papisa Juana? La situación está admirablemente resumida por Platina y por el hecho de que se sintió obligado a incluir a Juana en las Vidas de los Papas. Nadie puede afirmar que la evidencia de su existencia sea más que circunstancial; pero, si un historiador tan serio como Platina -que era secretario del Papa reinante y bibliotecario del Vaticano- se sintió obligado a incluir a Juana en el canon de los Papas, debemos llegar a la conclusión de que la fuerza de la tradición, desde numerosas fuentes y por muchos años, debe haberle dictado esta desagradable elección. Aquí está la biografía de Juana, tal como la da Platina:
“Papa Juan VIII: Juan, de origen inglés, era nacido en Mentz, y se dice que llegó al Papado por artes diabólicas, ya que, siendo mujer, se disfrazó de hombre y fue con su compañero -un hombre instruido- a Atenas, y realizó tales progresos en sabiduría bajo los doctores que allí había que, al llegar a Roma, encontró pocos que pudieran igualarla, y mucho menos sobrepasarla, incluso en el conocimiento de las Escrituras; por medio de su conocimiento, sus inteligentes lecturas y sus controversias, alcanzó tanto respeto y autoridad que, al acaecer la muerte de León (como dice Martin), de común acuerdo fue elegida Papa en su reemplazo. Yendo a la iglesia de Letrán, entre el Coliseo (llamado así por el Coloso de Nerón) y San Clemente, los dolores del parto la asaltaron, y murió en el lugar, tras haber permanecido dos años, un mes y cuatro días en el Pontificado, y fue enterrada allí sin pompa. Esta historia es conocida vulgarmente, aunque ha sido contada por autores inciertos y oscuros; por lo tanto, la he referido al desnudo y brevemente, para no parecer obstinado y pertinaz al admitir lo que generalmente se cuenta; prefiero equivocarme con el resto del mundo; aunque la verdad es que, lo que he contado, no puede considerarse enteramente increíble.”
Un fragmento de la novela:
La procesión atravesó el Arco de Trajano y el anfiteatro flaviano, y siguió aumentando hasta llegar a la Plaza de Letrán. Tan abrumador era el calor y el polvo, según los cronistas, que el diablo mismo hubiera agradecido un zambullón en la pila de agua bendita. Los enjambres de langostas en lucha volaban sobre la gente, los cuerpos de los insectos heridos caían al suelo, donde eran pisoteados por los adoradores y las mulas cargadas. Todas estas circunstancias aumentaron el desamparo y dolor de la desdichada Juana, quien, en aquellos momentos, apenas lograba mantenerse erguida sobre el lomo de su mula; tan agudo había llegado a ser el dolor de su vientre. Dos veces tropezó al ascender los peldaños del magnífico trono desde el cual iba a lanzar anatemas contra las hordas de invasoras langostas.
Su Santidad, tras bendecir y empapar en agua el sagrado salpicador, lo sacudió hacia el Este, el Oeste, el Sur y el Norte; después, tomando un crucifijo de marfil tallado, lo elevó e hizo la señal de la cruz en dirección a la pestilente nube de langostas en lucha. Bruscamente la cruz escapó de entre sus dedos, cayó, se hizo trizas y, casi de inmediato, el Pontífice también cayó, pálido como la muerte, sobre los peldaños del trono. Al ver esto los fieles, se precipitaron ansiosos, empujándose entre sí, como ovejas asustadas por un lobo. Los archidiáconos que llevaban la cola de Su Santidad avanzaron para ayudarlo a ponerse en pie. Pero él siguió allí gimiendo y retorciéndose, como una serpiente dividida en dos. Corrió el rumor de que Su Santidad había pisado sin querer una raíz de mandrágora, había sido picado por un escorpión, o había comido hongos envenenados. Muchos entre la muchedumbre insistieron en que estaba poseído por el diablo, y el obispo de Oporto, que era de lejos el mejor exorcista de aquellos tiempos, se abrió paso para salpicar a Juana con agua bendita y ordenar al espíritu del mal que buscara otra morada, pero, en esos momentos, ella estaba dando a luz.
La multitud clavó los ojos en la pálida cara del Pontífice, esperando ver el espíritu impuro salir por su boca o sus orejas; en verdad la gente no estaba preparada para lo que realmente sucedió. Grande fue la consternación cuando un niño prematuro surgió entre los pliegues de las vestiduras papales. Los archidiáconos asistentes retrocedieron horrorizados, mientras el gran grupo de fieles se apretujaba chillando y santiguándose. Las mujeres se treparon sobre los hombros de sus maridos, y los que ya estaban montados en caballos o mulas se erguían sobre las monturas, hasta que los diáconos se vieron forzados a usar los estandartes y cruces para abrirse paso entre la muchedumbre.
Algunos jerarcas profundamente devotos de la Santa Sede procuraron salvar la situación y cambiar el horror y asco en el grito atónito de: “¡Milagro, milagro!” Resoplaron a todo lo que daban, llamando a los fieles a arrodillarse y orar. Pero fue en vano. Nunca se había oído hablar de un milagro semejante: y realmente hubiera sido una contribución bien singular a los anales de la taumaturgia cristiana que, aunque ha tomado muchos prodigios de los paganos, todavía no ha llegado al punto de presentar a ningún santo varón embarazado y dando a luz a un niño. Así, los rugidos de los fieles fueron ahogados por el tronar de la multitud, que empezó a patear y pisotear a la pobre Papisa y al pequeño papiso, mientras gritaban que había que arrojarlos al Tíber. Floro logró abrirse paso entre la muchedumbre y abrazar y tomar en brazos a la infeliz Juana. La palidez de ella era mortal, y levantó los ojos moribundos al Cielo, quizá para recordar a Quien lo habita que había bebido la copa hasta las heces. Entregó después su espíritu murmurando, como Isaías: “He dado mi rostro para ser abofeteado, para vergüenza y rechazo.”
Apenas el alma pecadora había abandonado su morada temporal cuando una horda de diablos se precipitó desde el infierno para reclamarla, ya que la tenían desde hacía tiempo anotada en sus catálogos como propiedad incuestionable; pero, en el mismo instante, una falange angélica salió del cielo y los rechazó, insistiendo en que el arrepentimiento de Juana había cancelado todos los derechos que los diablos podían tener sobre su alma.
Pero los diablos son difíciles de convencer y decidieron pelear con sus cuernos contra las espadas y los argumentos de los ángeles. El encuentro fue bastante vivo. Las armas resonaban como choques de nubes y una lluvia de sangre cayó sobre los fieles en la gran plaza. De pronto el ángel que se había aparecido a Juana rompió las filas de los oponentes y les arrancó la desdichada alma, que llevó consigo... probablemente al purgatorio. Estos milagros, querido lector, no aparecen reunidos de los relatos de cuatro pescadores sino que provienen de cuatrocientos venerandos y concienzudos cronistas; en presencia de tal asamblea de augustos testigos sólo podemos inclinar la cabeza y murmurar, como Tertuliano: “Creo en estas cosas porque son increíbles.”
El cuerpo de la preciosa Juana fue enterrado en el lugar donde había caído. Su tumba tiene una estela de mármol con una mujer que da a luz un niño. Floro se hizo ermitaño, y los piadosos peregrinos, para no contaminar sus sandalias al caminar sobre los pasos de la sacrílega mujer papisa, siempre han seguido desde entonces otro camino hacia San Juan de Letrán.
Traducción de Estela Canto
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