En el último episodio, cuyo título no recuerdo, no hace mucho que dejamos al héroe de esta verdadera historia sorteando por azar los golpes y asechanzas del inescrutable Big Webos, hasta que, de manera imprevisible, conseguía rescatar, desde las entrañas de la Rama Roja, fortaleza de Big Webos, a una joven prisionera, y llevarla hasta una maltrecha cabaña, asomada al mar, sobre una roca y un precipicio, con un estruendo de aguas blancas en el fondo.
Dentro de la cabaña estaba solo el suelo, una carretilla y una chimenea. Puso a la joven en el suelo, tomó la carretilla y descendió, dando tumbos, la montaña. Cargó un poco de barrujo, paja y leña; volvió a subir y, sacando unas cerillas del bolsillo del pantalón, encendió lumbre en la chimenea.
La joven despertó y preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Barrujo.
-¡Barrujo! Y yo me llamo Badila.
Tenía el cabello castaño y los ojos oscuros, el gesto dulce y severo, un cuerpo entre tierno y grávido; en resumen, una hija de Eva 'comme il faut'.
La joven salió fuera, volvió a entrar, miró en torno, levantó una trampilla recortada en el suelo de madera, y surgió un pasadizo descendente, de escalones gastados de piedra, con el techo abovedado, de ladrillo, que se perdía en la oscuridad.
-Recuerdo esto, de pequeña. Esta cabaña era entonces un castillo, propiedad de Big Webos. Aquí me crié, vigilada por un aya, rodeada de sirvientes y soldados.
Se quedó con la mirada perdida, y luego sonrió.
-Esta escalera conducía a los baños. Toma un cándalo y sígueme.
Abrió la trampilla y descendieron hasta el viejo baño renacentista. Se había construido con toda clase de arte, lujos, caprichos y confort. Ahora solo quedaban algunos árboles jóvenes y unas pozas de agua con pececillos y otros animales acuáticos.
En el techo anfractuoso, de roca, a causa de un derrumbe, se veía un pedazo de cielo. Como estaba anocheciendo, el firmamento se hacía de un azul cada vez más intenso, y comenzaban a surgir multitud de estrellas. De vez en cuando aparecía una estrella fugaz, y se desvanecía de nuevo.
Barrujo y Badila se bañaban juntos, a la débil luz del cándalo que se extinguía.
-Y di -preguntó ella de nuevo-, ¿cómo se llama ese astro que parece que tiembla, ahí, junto a la luna?
-¡Cualquiera sabe! ¿Elipsis?...
Pasado un rato, ella siguió diciendo:
-Años después, me llevaron a la Rama Roja, fortaleza de Big Webos. Cuando estaba a punto de convertirme en una de sus concubinas, tú me rescataste, en el anterior episodio.
-En realidad no hice nada. Nadie hace nada.
-Todos hacen algo.
-Nada.
-¡Todo!
Y así siguieron un buen rato. Esta fue su primera discusión.
La joven sacó un clipper del corpiño, encendió una hoja de cedro y se puso a fumar, y Barrujo se sentó ante su tablet. De inmediato recibió un mensaje de Big Webos:
"Estrangúlala. Seguramente te habrá dicho que se llama Badila. No te lo creas. Tampoco tú te llamas Barrujo. Algún día te diré quién eres, ahora no tengo tiempo".
Barrujo era de natural pacífico, incluso, según la opinión de los más coléricos, asustadizo. Pero, cosa extraña, le entraron unas terribles ganas de estrangularla.
Al cabo de unos segundos, llegó una postdata de Big Webos:
"Lo hago por tu bien".
"Lo hago por tu bien": ese era el lema de Big Webos, igual que "Quid pro quo" es el lema de Hannibal Lecter.
Unos segundos después, apareció otra frase en la pantalla:
"Te dejo. Voy a comerme un pulpo a la galega, y luego una galega ao pulpo, je, je..."
Otra de las características de Big Webos era que atribuía su gula a un instinto atávico. Cada vez que se pegaba una comilona, en realidad estaba homenajeando a sus ancestros.
-Ven a quitarme lo que me he puesto... -dijo ella, a su espalda.
Él se dio la vuelta y fue acercándose, con el solo pensamiento de agarrar su bonito cuello y estrujarlo.
Le rodeó el pescuezo con las manos, lo acarició y lo apretó ligeramente.
-¿Quieres jugar? -dijo ella- Muy bien, fuera pantalones.
Y así siguieron, uno apretando y la otra desnudando. Casi asfixiada, logró quitarle los calzoncillos, y de repente él la soltó.
-Pero, ¿qué estoy haciendo?
¡El influjo estaba en la ropa! ¡Barrujo tenía que conseguir que todo el mundo se pusiera en pelotas, para librar al mundo del influjo de Big Webos!
-Estoy hambrienta - dijo ella-. 'Why don't do you right?' -canturreó- Baja al pueblo y trae algo de comida.
Barrujo se puso un sombrero de paja y unos pantalones de pana, enganchó a un carro una mula que todavía pastaba por allí, y bajó al pueblo.
Dio con el pueblo en fiestas. Había letreros de lona tendidos de un lado a otro de la calle. Fue a desembocar en una placita antigua, con el suelo empedrado, rodeada de casas bajas entramadas de vigas de madera; y a un lado se veía una iglesia románica, que parecía mayor que la plaza. En el centro se alzaba un poste del que salían, curvándose hasta los tejados, cuerdas trenzadas de hojas verdes.
Barrujo se detuvo ante un pabellón, cuya enseña decía: 'TATTOO STRIP'.
Dentro se desarrollaba un espectáculo tan curioso que nadie reparó en él. Primero, sentado en una silla de enea, acompañado de un guitarrista y dos bailaoras, estaba Cantarillo de Alicante:
-Ya no te puedo quereeer,
miii cariño se acabóoo...
Al final de la rumba, sonó una ovación, las luces se apagaron, volvieron a encenderse, y apareció, erguida sobre el escenario, una hembra escultural. Llevaba pintada en el cuerpo una boa, que se enroscaba a sus pechos, sus caderas, y se perdía entre sus muslos. Empezó a contonearse y a girar al ritmo de una música, de la que Barrujo solo entendía:
-¡Habibi, habibi!...
Luego, iluminada por un foco, surgió una alcachofa de ducha, se detuvo encima de ella y empezó a derramar agua sobre su cuerpo, llevándose la pintura de la boa. Cuando estaba a punto de quedar desnuda, la joven se cubrió el cuerpo con los brazos y las manos, dio la vuelta, y desapareció del escenario. Las luces se apagaron y estalló una ovación.
Entre bastidores, Barrujo escuchó una voz que le decía:
-Sígueme.
Vio salir a la stripper de la tienda, y entrar en un carromato. La puerta estaba entreabierta, la joven duchándose. El vapor dejaba entrever las líneas de su cuerpo, y exhalaba un olor primitivo, a marismas, y a limones del Caribe, mientras el agua terminaba de borrar los rastros de la boa.
-Pasa, hombre, ya no hay peligro...
-¿Cómo te llamas?
-Tenazas...
Pasado un rato, Barrujo regresó a pie a la cabaña, llevando unos panes y unos calamares. La cabaña estaba vacía; abrió la trampilla y descendió a los baños. Alguien había puesto, en una rocalla, un espejo pequeño, de moldura dorada, y enfrente unas cortinas rojas. Al mirarse, vio que unos ojos le observaban tras las cortinas, y a continuación escuchó una carcajada. Las cortinas se descorrieron, y apareció ¡la joven de la boa, Tenazas! Tenía el cabello largo, moreno, los ojos chinitos, alegres y llenos de luz, y un cuerpo como Dios manda: de pecado. Aunque, cosa extraña, de repente empezó a convertirse ¡en Badila!
Este era un misterio femenino sobre el que su maestro Senséi no le había dado explicaciones, ni siquiera cuando juntos exploraban los Archivos de la Gente de Bog...
-Tenías una misión -dijo ella-: traer un poco de comida. Y no has tardado ni cinco minutos en serme infiel conmigo misma. No sé si alegrarme o arrancarte los ojos.
Barrujo se quedó mudo. Sudaba a mares bajo el sombrero de paja y el pantalón de pana.
-No es lo que parece -balbuceó-, déjame explicarte...
Entonces ella, con implacable, aleatoria lógica femenina, argumentó:
-Te quiero, soy incapaz de hacerte daño, que si no, te sacaba de comparsa en mi próximo número. Experimentarías una regresión de la que ni los más audaces han vuelto. Y ahora quítate esas ropas, ya me he reído bastante.
Barrujo, siguiendo las instrucciones de ella, se tendió en un gallinero que había tras las cortinas, espantando a todas las aves. Badila hizo un chasquido con los dedos y entró un antiguo sirviente del castillo, con pinta de Mr. T. Era un tatuador diestro y disciplinado, a pesar de que con su dedo meñique hubiera podido estrangularla.
Barrujo perdió la conciencia. Cuando despertó, estaba sentado en una moto, vestía camiseta, vaqueros y mocasines. Ella le dio sus últimas instrucciones:
-En realidad, sigues tan desnudo como antes, a salvo del influjo de Big Webos. El hábil y sumiso Stilo ha tatuado tu cuerpo, y de paso ha protegido la memoria de la humanidad escribiéndola sobre tu piel. Tu pellejo es lo más valioso. Llevas escritos encima miles de manuales, expedientes, solicitudes, hasta una copia del perdido Sinsidrín. Tus manos guardan archivos digitales, desde los originarios cantos zulúes hasta la última canción del verano. Parte, debemos separarnos; nos encontraremos en la Rama Roja, fortaleza de Big Webos, y desharemos su influjo. Y recuerda: los designios de Big Webos son inescrutables.
Tras unos días de viaje, la gasolina se le acabó a Barrujo al pie de una loma. Saltó a tierra, tirando de la moto con el manillar, y cuando llegó a lo alto se descubrió ante él una ciudad fantástica, inmóvil, de construcciones que le recordaban los árboles delgados y horizontales del África.
La entrada de la ciudad estaba custodiada por un monstruo: tenía melena de león, rostro de mujer y garras de águila. En el comienzo de sus cuatro pechos -dos naturales y dos implantados, enormes- le crecían unas alas de pterodáctilo verdosas, como las ovas de las charcas. Así era la Esfinge de la Linde.
Llevaba allí mil años, abanicándose. A todos los extranjeros les proponía un enigma, porque, en ausencia de un califa, gobernaba la ciudad un visir. Quien resolviese el enigma acabaría con ella y reinaría sobre la ciudad; los que fallaban, le servían de almuerzo.
Al ver acercarse a Barrujo, presintió su fin y dijo:
-¿Cuál es el animal que por la mañana es una roca, por la tarde es carne y por la noche agua?
¿Qué responder? ¿Qué bicho sería aquel? La Esfinge de la Linde pronto le atraparía con sus alas, se lo llevaría a los pechos, y después a la boca. Entonces se acordó de Badila, y del viejo baño, y respondió casi involuntariamente.:
-¡La tortuga!
Se oyó un alarido, y la Esfinge se deshizo y se convirtió en un reguero de hormigas que escaparon por las ranuras de la tierra...
Las puertas de la ciudad se abrieron, y apareció un anciano de túnica blanca, el pelo blanco, largo y lacio, con aspecto de hippie. Pero era aún más antiguo: era el druida de la ciudad.
-En efecto -dijo, escanciando las palabras-, la tortuga es una roca por la mañana, adormilada dentro de su caparazón. Es un pedazo de carne, si los cazadores la voltean durante el día. Y por la noche, en las mesas de los ricos, es una exquisita sopa.
Dio la bienvenida a Barrujo, y le invitó a tomar posesión del reino de Costosia.
Costosia era una ciudad en la que a todo el mundo le resultaba carísimo vivir, salvo a uno de sus ciudadanos: Pococurrante. Era, se decía, uno de sus ascendientes aquel noble veneciano al que un día visitara Cándido: Pococurante, el cual se había hastiado de su palacio y sus riquezas, de sus jardines y su huerto, y hasta de sus mujeres. Su descendiente Pococurrante vivía en un tonel, sin hacer nada.
Un día que Barrujo estaba descansando, en la Cámara del Rey, de sus funciones de magistrado, oyó pasos que se acercaban.
Había en la cámara cuatro tinajas, de la altura de un hombre: la primera tenía manzanas, la segunda vino, la tercera faroles. A la cuarta nadie se había asomado.
Barrujo quiso comer una manzana. Quedaban solo algunas en el fondo. Se estiró para cogerla y cayó dentro. De inmediato se abrieron y cerraron las puertas, y se escucharon voces y lamentos.
-Aunque en ocasiones te has tomado la libertad de desafiarme -oyó decir a su visir-, en realidad solo cumplías mis órdenes. Pronto habré sometido todas las voluntades, y crearé un mundo nuevo, menos imprevisible y más estúpido.
Barrujo se acercó al borde de la tinaja y vio a su visir, y a su lado, con los brazos delante del cuerpo, las muñecas atadas con una gruesa soga, ¡estaba Badila!
-Luego me encargaré de ese pelele de Barrujo; de momento voy a estrangularte, pero antes voy a decirte quién soy: ¡Big Webos!
-¿Por qué todos queréis estrangularme? ¿Es que no pensáis en otra cosa?
Barrujo no podía creerlo. Su visir, un hombre activo y bondadoso, ajeno a los fastos de la corte, amante de la justicia, estudioso del Libro Amarillo, ¡era en realidad Big Webos!
-Tus padres están atados a una estaca en un banco de arena del Fratres. Si das una voz, mañana, con la crecida del río, servirán de alimento a los peces. ¡Voy a comer una manzana!
Big Webos alzó el brazo y lo metió en la tinaja. Barrujo le puso una manzana en la mano y Big Webos la agarró. Oyó cómo la devoraba, y a continuación el corazón mordisqueado cayó sobre las narices de Barrujo.
-Echaré un trago de vino...
Se aupó, y vio la segunda tinaja llena hasta los bordes. Empezó a sorber y sorber. Cuando retiró la cabeza, Big Webos estaba coloradote y excitado.
-El Libro Amarillo prohíbe mirar en la Cuarta Tinaja del Rey -balbuceó- ¡Ahora veremos qué hay dentro!
Tomó un farol de la tercera tinaja, trepó a la última y se asomó:
-¡Qué honda es! Todo está oscuro, y se escucha el ruido del mar...
Big Webos iba inclinándose, ebrio y osado, para ver mejor.
-He visto cosas que vosotros ni imaginaríais...
Badila se acercó por detrás, pegó un soplido y lo tiró dentro.
-¡Trae una vara! ¡Sácame, deprisa! ¡Por Baal, algo se mueve aquí cerca!
Barrujo salió de la tinaja, desató a Badila, la abrazó por detrás, y tiró la soga a Big Webos.
-Ya está dentro la cuerda -le decía Badila a Big Webos, con un acento extraño-. Ahí, un poco a tu derecha, ahí...
Big Webos, dentro de su agujero, oyó que algo se movía. No estaba solo. En medio de su paroxismo, aquello, lo que fuera, se arrimó... pero era tibio y blando, y olía a espigas y a flores silvestres. Le estrechaba entre sus brazos y le besaba. Big Webos se atrevió a palpar:
-Mi madre, ¿qué clase de mujer es esta? Nunca he abrazado unas formas semejantes, ni me han dado besos que supieran tan bien. ¿Dónde van estas mujeres por el día?
Big Webos desfalleció, la sangre se le fue de la cabeza...
Al llegar a este punto, según el autor oriental de esta narración, cuyo relato sigo, la cámara se introduce en la tinaja, hay un fundido en negro, y a continuación una luz cegadora.
Big Webos despierta, en medio del desierto, en un cementerio indio, sobre unas estacas, con la osamenta de un animal cuadrúpedo por compañía.
Se oye ruido de espuelas y un relincho, y surgen unos botos camperos junto al bravo animal.
La cámara recorre unas manos sarmentosas, sabañeadas y grandes, hasta un rostro moreno, cruel y empapado, donde se ve un rictus sin dientes y el blanco de los ojos bajo un sombrero.
-¿Te plació la vaquilla?
-¡Don John! -dijo Big Webos.
Don John se quitó el sombrero, luego se quitó la piel de la cabeza, como si fuera una caperuza, y apareció un rostro inhumano, peludo, risible, de un solo ojo. Se limpió el sudor de la pelambre, y volvió a ponerse la caperuza. ¡El corpulento Don John era en realidad uno de aquellos cíclopes que, según dicen, habitaban antaño los peñascos de Sicilia!
-¿Cómo te encuentras? -dijo Don John.
-He tenido una pesadilla extraña -dice Big Webos-. Soñaba que me despertaba con un reseco enorme. Voy para la cocina a beber un poco de agua, a oscuras, y al llegar al pasillo me cruzo con mi tía Empa, en camisón, y le digo: "¡Empa, tía!". Me vuelven loco estas titis.
-Vamos para la hacienda, Webazos.
El bandido costroso, tosco y peludo de Occidente, y el menudo, oblicuo, sutil oriental, al cabo se reunían, y Barrujo y Badila, sin saberlo, ¡se apresuraban a su encuentro!
Mientras, se había declarado un incendio, nadie sabe por qué, en el palacio y en el reino de Costosia. Barrujo y Badila estaban atrapados en la Cámara del Rey. No les quedó más remedio que tirarse por la Cuarta Tinaja, siguiendo a Big Webos...
Fueron a parar a una isla alargada y plana.
-¡Mira! -dijo Barrujo- ¡Allí hay un viejo y una vieja, atados a una estaca, que nos hacen señas!
Se acercó a la carrera, se puso a desatarlos, y el viejo prorrumpió:
-¡Pero si es este payaso! ¡A quién pedimos ayuda! ¿Dónde está la niña? Como le haya pasado algo por tu culpa...
-No hagas caso de un viejo gruñón -le sonrió la vieja-. He oído mucho bueno de ti. ¡Y qué guapo es!
Barrujo no salía de su asombro, cuando su compañera se acercó y se abrazó a los ancianos. ¡Habían ido a parar al banco de arena en el Fratres, con los padres de Badila!
El viejo se secó una lágrima, encaró a Barrujo y le increpó:
-¡Tú verás lo que haces! Mañana es la crecida del río... Por mí poco me importa, forma medio extinta que soy, ¡pero como la dejes morir a ella...!
-Ni caso -intervino la abuela-. Y cuando salgamos todos de aquí, ¿dónde pensáis vivir? Os casaréis por la Iglesia, como Dios manda, supongo...
Barrujo se sintió abrumado. Ahora de él dependían la seguridad de Badila y las amenazas de un suegro irascible...
Al día siguiente, un helicóptero aterrizó sobre la isla. Descendieron unos hombres en traje azul de verano; otros con vaqueros y visera, cámara al hombro. El que parecía el jefe de la expedición dijo:
-Supongo que ya me conocen -ninguno le conocía-. Soy yo, Freddy. Nuestro último reality tuvo que cerrar por baja cuota de pantalla. Buscábamos algo innovador, y aquí lo tenemos: Náufragos como la vida misma. Llenaremos esta isla de asechanzas y peligros, se las haremos pasar putas, pero el que sobreviva ¡no volverá a pasar hambre! Ese cocinero y ese jardinero, fuera; a otro programa. Queremos realidad, primitivismo, dinamismo. Al más anciano, demacradlo, dará mucho juego. Los demás que se repartan en grupos enfrentados...
Uno de los cámaras interrumpió su discurso:
-Freddy, ¿pero aquí hay nativas?
-Sí, hombre, ahora vamos. Sacad los pins de cocacola y a por ellas, pero rápido, la próxima conexión se efectuará en breves momentos...
Los de la tele desaparecieron en busca de las nativas, y de pronto comenzó a subir el nivel del río. El agua se tragó la isla.
-¡Al helicóptero! -gritó el abuelo.
Echaron todos a correr, Badila, Barrujo y sus suegros, angustiosamente, impedidos por el agua, que les llegaba a las rodillas, y a pocos metros de ellos oían las voces de los periodistas, que venían detrás.
Subieron por fin al helicóptero; Barrujo se puso a los mandos y... no sabía qué hacer. Los de la tele trepaban y golpeaban las ventanillas. Entonces Barrujo escuchó la voz de su maestro Senséi, imprimiéndole confianza: "¡Dale, hombre! ¡Sin miedo! Y que la suerte te acompañe". Después de varios intentos, el helicóptero arrancó a volar, y se alejó dubitativo como un moscardón en el aire...
Al llegar a Palma de Mallorca, el abuelo se empeñó en que estaba harto de islas desiertas y helicópteros; quería ir a la playa y socializar un poco. Y Barrujo dejó en tierra a los padres de Badila.
Cruzaron la península, que les pareció muy bonita, preciosa, hasta Lisboa, y cerca de las Azores, un tifón atrapó al helicóptero y lo arrastró sin rumbo durante horas. Finalmente, llegaron al ojo del huracán. Ahí dentro, iban tranquilos, no sabían dónde.
Cuando lograron escapar a la tormenta, se descubrió ante ellos un océano helado de montañas blancas. Barrujo consiguió aterrizar en la punta de un iceberg. Estaban en un palmo de hielo, a tres mil pies sobre el nivel del mar.
Bajaron del helicóptero y ocuparon un iglú que había allí cerca. Abrieron un agujero en el suelo, y sostenían cada uno una caña. Pasado un buen rato, Badila pegó un tirón, y salió del agujero un pez flaco, en forma de sacacorchos, coleteando con ojos sorprendidos.
-Muy grande no es, pero está bien fresco.
Lo cortaron fácilmente en rodajas. En la boca, se deshacía y crujía como la carne y la piel de un cochinillo al horno, y sabía a resina.
De repente, aparecieron en el agujero las mandíbulas de un tiburón, y luego desaparecieron. El agujero fue haciéndose cada vez más grande. Badila y Barrujo se pegaron a la pared de hielo, hasta que, primero ella y luego él, cayeron dentro del agua helada, y se sumergieron...
En este punto álgido, la productora decidió rescindir el contrato de Badila, por un quítame allá esas pajas. Cuando Badila fue a protestar, se encontró con un hombre vestido de uniforme que le dijo varias veces:
-¡El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento!
Parecía una frase que había repetido a menudo, y lo hacía con total convicción.
De manera que a Badila no le quedó más remedio. La vemos embarcarse en una gira de un año con el show de TATTOO STRIP, y ya no volvemos a verla en esta historia.
Barrujo fue a parar a un cercado de vacas, algunas pastando, otras tumbadas, que pertenecían a la hacienda de Don John, ¡en Death Valley! Llevaban marcadas hasta las costillas las iniciales DJ. La vivienda de Don John estaba excavada en un promontorio escuálido de rocas altas, alargadas, en medio del desierto. A algunos les había parecido un poco extraña esta morada, pero lo habían achacado a otro de los caprichos del magnate.
La primera persona que Barrujo vio al llegar allí fue a una joven sordomuda que estaba echando de comer a los cerdos. Trabajaba de jornalera y criada para Don John y su recua de vaqueros. Su padre era uno de los que habían ido a Alaska en busca de oro. Había dejado enterrada allí a su mujer, y había regresado con una niña pequeña en brazos. Unos años después, se decía, Don John le había mandado a hacer un recado, y todavía no había vuelto.
La muchacha terminó su tarea, vio a Barrujo acercarse, se tocó el pelo y se metió en la rocalla, en los aposentos de Don John.
-Danos de beber -le dijo Don John a la sordomuda, llevándose el pulgar a la boca.
Don John había instaurado una nueva ley seca. Allí todos los vaqueros bebían burbon de graduación cero, excepto él, que estaba delicado del estómago, según decía, y le añadía unas gotas de agua ardiente.
La muchacha empezó a servirle.
-Un poco más... no seas tacaña. Así.
Le dio un palmetazo en el culo y le dijo:
-Ahora vete a jugar a los indios.
La vio salir de la cueva y añadió:
-Buena jaca, dentro de poco...
Luego se volvió hacia Big Webos.
-¿A qué viene esa mirada? Cualquiera sabe lo que pensáis vosotros los orientales.
-What's up, bro? -dijo tímidamente Big Webos- ¿Y vosotros? 'Guoman', 'güimen', ¡menudo idioma! Cualquiera lo entiende.
-Toma un poco de agua, Webazos. ¿Cómo la quieres, templada o ardiente?
Don John estiró las piernas y las cruzó, con las botas camperas en alto.
-¿Qué es lo más extraño que has visto, aparte de la Cuarta Tinaja?
-Un perro en bicicleta, y la boda de un vampiro. Cuando los invitados se acercaron a felicitar a los novios, él les inclinaba el pescuezo, uno a uno, y acercaba la boca. Pero eso no fue lo más extraño.
-¿Qué fue lo más extraño?... Toma otro vaso. Te lo has ganado a pulso.
Big Webos se sentía incómodo entre esa recua. Apuró el vaso de agua ardiente, sacó su alfombra, se tumbó y empezó a escuchar blasfemias. ¿Por qué esa gente estaba siempre blasfemando? ¿Qué necesidad hay de blasfemar tanto?
Cuando ya no se veía ni un búho en la cueva, Don John se levantó a tientas y pronunció esta enigmática frase:
-Me voy a dormirla y a despertarla.
Poco a poco las voces se fueron apagando; Big Webos se quedó solo en la cueva, y se quedó dormido. Y, cosa extraña, lo que soñaba se parecía a lo que estaba ocurriendo fuera.
Vio a la muchacha llamando a Barrujo, y haciéndole señas para que entrase en la gruta donde ella tenía que pasar la noche, y luego a Don John acercándose despacio tras ellos.
Se escondieron detrás un olivo que, nadie sabe por qué, crecía allí; y al poco apareció en el dintel de la gruta, oscureciéndola, el corpachón de Don John.
-¿Dónde estáis? Da una palmada, mudita.
Don John se quitó la ropa y la piel, y Barrujo y la muchacha entrevieron en la penumbra un cuerpo peludo, monstruoso, de un solo ojo. Obturó la salida de la gruta con un pedrusco enorme, se tumbó y se puso a dar grandes ronquidos.
Con el estruendo, empezaron a salir, por un estrecho agujero de la gruta, multitud de murciélagos asustados que aleteaban vertiginosamente en la oscuridad sin tropezar unos con otros. Había tantos que, de vez en cuando, Don John alzaba un brazo, atrapaba alguno, se lo llevaba a la boca, lo trituraba y escupía las pezuñas y las alas.
Así pasaron la noche Barrujo y la muchacha, ocultos junto al olivo. Cuando vieron, por una ranura de la entrada, que se estaba haciendo de día, Barrujo cortó una rama y la untó en un agua sulfurosa, hirviente a borbotones, que había en una charca allí cerca. Se aproximó a Don John y le frotó el ojo con la rama de olivo.
Don John empezó a dar alaridos y manotazos; se irguió, tambaleándose y dándose contra las paredes; y, a tientas, separó el pedrusco que tapaba la entrada y salió fuera, y con él un chorro de murciélagos que volvieron a introducirse por las grietas de la montaña.
La muchacha y Barrujo se embadurnaron todo el cuerpo de arcilla y cantos pequeños, y se colocaron cada uno a un lado de la entrada, camuflándose entre las rocas. Don John dejó de dar gritos, se giró y se quedó plantado en la puerta. Miró a un lado, luego a otro. Tenían su cuerpo espantoso, con el único ojo enrojecido, muy cerca de ellos, y guardaban silencio, inmóviles y temblando. Don John dio unos pasos hacia el interior de la gruta, y salieron corriendo de allí.
Saltando entre los peñascos, bajaron hasta el río; desamarraron una balsa y, tomando cada uno una vara, la llevaron corriente abajo, mientras veían, acercándose por la orilla, a Don John, y tras él Big Webos, que subían a un bote, y se ponían a remar detrás de ellos.
Al atardecer, las aguas de la corriente, de pronto, empezaron a embravecerse y a girar en grandes remolinos. Aunque Barrujo y la muchacha no lo sabían, estaban acercándose a las cataratas del Aijozú.
Allí habían puesto en marcha un nuevo protocolo: una cesta de mimbre que descendía desde un extremo de la catarata, hasta casi tocar las aguas del río, y volvía a ascender hasta el otro extremo, para que se columpiasen los niños. Pero enseguida la gente adulta se quejó. ¿Por qué solo los niños podían disfrutar de un columpio en las cataratas del Aijozú? No era justo. De manera que colocaron, al lado, una canoa, y ahora las dos embarcaciones se balanceaban sobre el precipicio.
Había dos negros cachas, cuyo nombre nadie conocía, a un lado y otro de la catarata, castigados, nadie sabe por qué, a empujar los columpios día y noche, estuviesen ocupados o vacíos.
La balsa donde iban Barrujo y la muchacha llegó arrastrada hasta el borde de la catarata, se elevó en vertical, y desapareció por el salto de agua. En ese preciso instante, la canoa cruzó delante de ellos, y cayeron dentro. La desataron, y siguieron río abajo. Al volver la vista, vieron a Don John y Big Webos agarrados a los bordes de la cesta de mimbre, balanceándose, con las piernas en el aire, y la estruendosa cortina de agua rugía al fondo.
Cuando estaba anocheciendo, Barrujo arrimó la canoa a la orilla y saltaron a tierra. Arrancó una par de aguacates de un arbusto que se inclinaba generosamente, y le dio a ella el más gordo.
Mientras comían, la señaló con el dedo y dijo en voz alta:
-¿Cómo te llamas?
Ella tomó un palo y escribió algo en la arena:
"Lys Hélène". Y luego, avergonzada, lo borró.
Él se sintió conmovido: comprendió que, si no hablaba, no era porque no tuviera nada que decir. Entonces ella hizo unos gestos con las manos. Él no conocía el lenguaje de signos; pero, al fin y al cabo, tampoco sabía inglés, y en una ocasión había logrado entenderse con una india.
Comprendió que ella decía:
"¿Qué podemos hacer ahora?"
Se suponía que tenía que decir algo, y dijo:
-Cultivar nuestro jardín, y seguir vivos, porque si no te dan hasta detrás de las orejas. Y aun así...
Un enjambre de mosquitos abordó la orilla donde estaban. Saltaron a la canoa y, apoyando los remos en la ribera, la sacaron de allí, llevándola hasta la corriente, y hasta la desembocadura en el mar.
Jean Jacques Henner
Sara la baigneuse