Ayer temprano, en una escalera de piedra que va de la plaza de San Lorenzo a la ribera del Eresma, pudimos conocer al autor de Alhaja con dientes, y saber algo acerca de la insólita planta que da título a su nuevo libro, el helecho de hojaldre.
Segovia, 11 de octubre. Había gran expectación, entre la docena de periodistas y curiosos que nos hallábamos reunidos, en una librería cercana a la plaza, en torno a unas sillas y una mesa, por conocer a Jardinero. En un corrillo, se rumoreaba que en realidad se trataba de uno de nuestros más respetados escritores, el mismísimo don Pedro de la Azotea, quien había decidido para la ocasión camuflarse tras un seudónimo. Según la opinión de otros, Jardinero era un escritor novel, o un influencer. Había, por último, quienes afirmaban que, evidentemente, Jardinero no era un viejo ni un joven, sino una mujer, madura y lozana.
A la hora precisa, vimos aparecer por la puerta de la librería a un anciano de cráneo pelado, sombrero ancho, lentes oscuras, capa española y bastón. De habernos encontrado hace cien años, hubiera creído hallarme ante don Emilio Carrere. Y a su lado venía una joven de no mucho más de veinte años, con una blusa de tiras negra, pantalón vaquero y zapatillas.
—Vamos todos fuera —dijo.
Hicimos un saludo a la plaza oval, a las casitas bajas entramadas de vigas de madera, a la antigua iglesia románica, al suelo empedrado, y fuimos sentándonos en unos peldaños que van a dar al río. Como ocurre a menudo en Segovia, se estaba bien fresco a la sombra.
Nos dirigimos al anciano de lentes oscuras, y le preguntamos:
—¿Jardinero?
—No, profesor. De Granada.
—Yo soy Jardinero —dijo la joven, con un acento del sur.
—¿Es un seudónimo?
—No, es mi nombre auténtico.
Al sentarse en la escalera, vimos que llevaba una venda en el pie derecho.
—¿Qué le ha ocurrido? —nos interesamos.
—Me he torcido el tobillo, de tanto estar en cuclillas.
El profesor tomó la palabra y empezó a elogiar el libro de su joven amiga. A su juicio, era un digno compañero del delicioso librito que, en los años veinte del siglo pasado, escribió el checo Karel Čapek, con ilustraciones de su hermano Josef, El año del jardinero. Luego cedió la palabra a la autora, se levantó y, con el bastón y la capa, le vimos dar la vuelta a la vieja iglesia románica, contemplándola, y desparecer por detrás del ábside, lo que nos causó no poca impresión.
—El helecho de hojaldre –dijo la joven– es una diminuta planta que a menudo crece a los pies de otros árboles. Solo necesita un poco de tierra húmeda, sol y viento. Cuando se está ante él, se está en el umbral de la vida. Aun así, es frecuente que pase inadvertido. Muchas veces, por mucho que lo busques, no logras encontrarlo. ¿Vinieron por el río y no lo han visto?
Bajó hasta la ribera, se puso en cuclillas y regresó llevando en las manos una planta escuálida, de hojas rizadas, parduzcas, que crecían hacia adentro y hacia afuera.
—En Japón se conoce como árbol de especia, y en China le dan el nombre de cabello de doncella. Nosotros lo llamamos así porque es tierno como el hojaldre, y por su delicioso aroma. Huelan…
Lo desmenuzó, y nos lo fue poniendo uno a uno delante de las narices.
—¡Es increíble! —decíamos, a coro.
Exhalaba el aroma más delicioso que habíamos olido nunca.
—Y toda la planta huele igual. No importa lo que arranquen: una hoja, una rama, o la raíz.
De repente, el anciano de la capa, con su figura delgada y extraña, surgió por un recodo del portal de la iglesia, lo que nos causó no poco sobresalto, y, señalando con el bastón, dijo:
—Están sirviendo el almuerzo.
La joven se levantó:
—Ya hemos hablado bastante de mi libro. ¡Vamos a almorzar!
Cruzamos otra vez la plaza, hasta Casa Paco. En la terraza, dos camareras de blusa blanca y pantalón negro habían juntado tres mesas de metal y puesto alrededor unas sillas. Mientras nos acercábamos, extendieron sobre las mesas un mantel blanco y empezaron a servir fuentes, vasos y cubiertos; luego unas jarras de barro y unos potecillos tripudos, rojos, humeantes. No sé qué me gustó más, si sus movimientos ágiles y tranquilos, o las raciones que iban trayendo: oreja, torreznos, sepia, queso manchego, un par de sandías… En fin…
Texto de Alan
José María Avrial y Flores, Vista del puente y de la iglesia de San Lorenzo (Segovia)