De repente, muy lejos,
sus cabellos dorados
se enredaban ligeros
con las ramas del patio.
La aldea surgió sobre una alta llanura, entre pinares, majuelos y herrenes. Nunca había estado en primavera. Los brotes de trigo brillaban en manchas de sol, en el aire frío, con un verde intenso. Más tarde se recortó la silueta de las casas de adobe, con sus tejas rojas, y alzándose sobre ellas, las torres de la iglesia y el depósito.
El coche cruzó la casa de sillares amarillos, en las afueras del pueblo, donde el antiguo médico había vivido con sus dos pequeñas hijas. Julia era ahora una muchacha hermosa, morena, delgada. Oí decir que Laura, su hermana menor, convalecía tras una grave enfermedad.
Guardaba el recuerdo de su cabeza rubia y su torso menudo alzándose graciosos sobre ágiles piernas; el rasgo que revela en la joven a la niña que ha sido. Los ojos claros, rasgados, y la boca delgada, le daban al rostro infantil una expresión de dureza, hasta que, con alguien mirando a través de ellos, sonreía. Su piel hacía surgir en la imaginación una tela fresca, de trama y urdimbre invisibles, extendida y vuelta en pliegues.
A la mañana siguiente, la vi junto a una ventana, en las habitaciones de arriba; o más bien sus dos ojos verdes, rasgados.
–¿Eres Laura, verdad? –la llamé.
Se apartó, con un movimiento brusco.
Luego de un rato, asomó la cabeza y respondió con voz ronca:
–¿Piensas estar ahí todo el día?
–Sí –dije, riendo–, ¿te molesta?
–Ven más tarde, cuando mi hermana regrese, pero ahora márchate y no me mires más.
–Abre la ventana. Escucha. Si no puedes bajar, escalaré los sillares.
A menudo habíamos trepado por allí de niños, hasta el despacho del médico, en la planta baja.
–Mi hermana vendrá enseguida, no lo hagas, por favor. ¡Es muy peligroso! –y lanzó un grito apagado al verme iniciar el ascenso.
Sin dificultades, alcancé la primera planta; pero entonces se oyó un nuevo grito, más agudo, y a continuación un golpe. Perdí el equilibrio y caí. Noté una punzada en la clavícula izquierda. No me importó y volví a subir con gran esfuerzo. A punto estuve de caer nuevamente cuando llegaba a la pequeña ventana. Di un salto y entré en la habitación. Cerca había una silla volcada. Apoyada en una mesa, Laura procuraba mantenerse en pie, inmóvil y jadeante. Cayó al suelo. La recogí inmediatamente y la conduje hasta la cama.
¡Era tan hermosa! ¿Cómo había podido hacer aquello? Las manos me temblaban al llevarla, y parecía que aquel peso tan ligero se me fuera a caer. No podía o no quiso abrir los ojos; pero yo me sentía invadido por el ritmo de su respiración, la notaba despierta y viva. Su cuerpo era pequeño, tenía el cabello corto y un aire enérgico de muchacha.
Algunos años después, Laura murió. Julia cerró aquellas habitaciones y ocupó las del piso bajo. Pensaba marcharse pronto. Supe que algunas tardes paseaba hasta el cementerio. Fui allí y la esperé.
Al darse vuelta, sus facciones mostraron algo del aire cambiante que guardaba en la memoria. Nuestros pensamientos se cruzaron en idéntica dirección, y así regresamos un trecho juntos hasta nuestras casas.
Texto de Alan
Raoul Dufy
La fenêtre ouverte, Nice
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