S. L.
AVENTURA
La junta era a las ocho. El conserje terminó de colocar un vaso, una botellita de agua y un ejemplar de la memoria anual delante de cada asiento. Luego se sentó en la butaca del presidente, y se quedó dormido.
Dieron las ocho y media. La sala estaba en penumbra. Entró un viejecito encorvado y fibroso, sin mirar, y ocupó su sitio en el otro extremo de la mesa. Además de secretario, era uno de los vocales, y uno de los miembros más jóvenes de la directiva.
Se puso a revisar la memoria. Como no veía más que letras y números, y apenas quedaba luz, pareció cansarse pronto. Levantó la cabeza, y dirigiéndose al bulto inmóvil en la butaca del presidente, preguntó:
–¿Aún no ha llegado nadie? Seguro que este año también vendrá alguno menos.
No obtuvo respuesta. Iba a añadir algo, pero se calló al escuchar un ronquido proveniente del otro extremo.
El vocal meneó la cabeza. De las antiguas sucursales, quedaba solo una, en algún lugar del Pacífico, y al frente de ella estaba un joven al que no recordaban y del que no habían tenido noticias desde hacía más de un año. En ese punto, el vocal empezó también a roncar.
Dieron las nueve. Sonaron unos pasos breves y enérgicos en el pasillo, y el conserje parpadeó. La puerta se abrió y apareció la silueta de una mujer.
–¿Por qué no dan la luz?
Las dos grandes lámparas de brazo que había a un extremo y otro de la sala de juntas se iluminaron de golpe. La joven se acercó a la mesa. Llevaba un abrigo verde y un gorro de lana, del que salía una larga melena negra.
–Disculpen el retraso –empezó a decir, quitándose el gorro–. Soy la nieta del presidente. Acaban de ingresar a mi abuelo.
Luego, al ver al conserje en la butaca de su abuelo, y al vocal dormido, añadió:
–¿Aún no han comenzado? ¿Solo están ustedes dos?
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